“Yo sentí que mi
vida / se perdía en un abismo /profundo y negro /como mi suerte...”. Ella, José Alfredo Jiménez.
El castillo alto como de vértigo acosado por
salvajes mariposas, por sabores de ron de caña y de hierbabuena con
reminiscencias de lima y azúcar, por la música cargada de antiguas memorias,
las horas se venían plácidas hacía el atardecer de chocolate y aceitunas, la
brisa de altura jugaba en los cortinajes entre ansiosa y alegre. Todo iba
surgiendo con el relajo delicioso de una tarde de final de verano, bocas que
besan, manos que acarician, cuerpos que se restriegan acomodándose en la mínima
distancia posible, la cercanía de saberse pertenecidos. Ella estaba radiante,
como para beberla de un solo trago en su sensual color concho de vino, su piel
blanca de un nacarado carnal y las manchitas en los muslos. Él fue libando
enviciado el néctar de esa flor no esquiva abierta y ofrecida, sorbió con
ansias de nómada desértico la húmeda pulpa madura y dulce que destilaban sus
quejidos. La llevó así casi dormida por los tortuosos y lúbricos senderos que
dan al despeñadero del orgasmo, estremecida y volcada en la sima de sus
instintos, elevando el pubis en busca de
concluidas desesperaciones, y fue así consumada. Todo siguió escurriendo
en el íntimo ámbito de un crepúsculo de final de verano, bocas manos cuerpos
que se enternecen en una cariñosa cercanía, íntima como un crepúsculo. Ella se
fue asumiendo hembra total, quebró sus beaterías de trasmano y sus pudores
intranquilos, tocó suave, rozó delicada, aferró sexual, y luego lo arrastró en
una voraz y succionante ceremonia de un rito primitivo, vertiginoso, urgente y
embriagante como viento de lujuriosa tormenta, hasta el torrente atrapado,
vocalizado, la furia de destellos, el relámpago incesante, la hipersensibilidad
sin solución de continuidad que lo llevó a verterse en los estremecimientos de
un goce extremo, a caer en el despeñadero del clímax exasperante, estremecido y
volcado en la sima de sus instintos, a sumergirse en las tibias aguas uterinas
de las que nunca debió salir, otra vez fue lombriz, renacuajo, caracol, perdió
el control, el sentido del tiempo y la certeza del ahora, se entregó a ese loco
delirio que después avergüenza y se oculta, despareció disgregado en arena o en
ceniza, olvidó el Universo con sus puercas miserias y sus eternas ansiedades,
cruzó la ciénaga del dolor y se revolcó en un deleite inolvidable. Todo siguió fluyendo
en la apacible intimidad del inicio de una noche de final de verano, dos
solitarios que se complacen en una amorosa persistencia nocturna. Vieron las
ilusorias luces lejos de los buques en la rada, miraron el imaginario puerto
iluminado, confirmando el espejismo compartido y se besaron con renovadas
ternuras en un adiós que sabían de poco tiempo. Cuando ya iba de vuelta sintió
que se le había quedado algo olvidado en esa ardiente trama de deseos saciados,
y era eso; se quedó atrapado para siempre
en la necesidad imperiosa de más besos con sabor a chocolate y
aceitunas.

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