Te soñé de a poquito para que no despertaras,
por tibios fragmentos, por dulces y tiernos territorios acotados a la
superficie de cada beso, en secreto y algo difusa en la quietud de la penumbra
clandestina. Te besaba suavecito, apenas rozando con mis labios contenidos los
enclaves más sensibles de tu cuerpo dormido, las sinuosidades donde tu piel
fosforecía con las luciérnagas de los sentidos, me fui tocando con la puntita
de mi lengua los arrabales estremecidos de tu carne en sueño vertida, sembrando
en tus surcos abiertos en espera los susurros de mis voz describiendo tu
cartografía de incesancias y destierros de mujer dormida oyendo tus quejidos
quedos vertidos como lenta miel desde tu sensualidad inmóvil. Te me soñé
soñándonos, y no era un sueño macho si no un sueño púber, casi niño, virginal e
incestuoso, extraído de mi última y más escondida sentina de mis instintos
atávicos, destilado como el sumo y esencia de muchos sueños ilícitos. Ahí mi boca en tu pezón sorbiendo, mi mano en
tu vulva humedecida, mi mano onanista en mi verga endurecida, tu mano en tu
seno ofrecido, tu mano en mi pelo enredada, tu boca en quejidos vertida. Y nos fuimos
trabando, engarzando, en una exquisita coherencia carnal y pecaminosa, te sentí
de verdad tan cerca que pude alcanzar a lamer tu piel con una pasión
irracional, de furias contenidas, de emociones de piel, de deliciosas
intensidades. Y acaricié, besé, lamí, lengüeteé todo tu cuerpo en medio del
cauce más profundo de la noche, ensalivándolo con el ardiente licor de mis
deseos, hasta que nos perdimos incrustados entre causas y efectos por el oscuro
de largo nocturno huyendo de la insostenible madrugada.
martes, 16 de julio de 2013
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