Debiste sentir mis manos acariciando y trepando por tus piernas desde los piecesitos hasta ese húmedo paraíso con lenta suavidad, subiendo sin
apuros con caricias tibias envolventes, desde el dedito gordo, por el empeine,
el talón, el tobillo, la pantorrilla, la rodilla, el amplio territorio del
muslo, hacia arriba aún hasta el mismo vértice vórtice donde se incrustan mis
deseos más imposibles, y apenas rozando ese rincón oloroso a ti volver hacia
abajo por la suavidad de la otra pierna, por la extensión palpable del muslo,
la rodilla, la pantorrilla, el tobillo, el talón, el empeine, cada dedito uno a
uno hasta el otro dedito gordo. Y volví a repetir el rito del roce incesante e
impúdico por tus piernas una y otra vez a lo largo y ancho de la noche sin que
despertaras ni te movieras inquieta entre las sabanas de la hoguera de mis
manos quemantes en tus piernas estremecidas. Y convertí esas caricias en una
rutina que abarcó el todo nocturno, la madrugada silenciosa y después el canto
de los gallos y aún la tenue luminosidad del amanecer irrumpiendo por tu ventana.
Y fueron apenas caricias como sensuales ternuras, como un roce tierno que
traspasó el calor de mi mano a tu piel buscando la yesca de tus instintos
dormidos para incendiarlos y convertir tu sueño en una deflagración
incontenible, sofocante, que te inundó los sentidos, que te rompió en pedacitos
humeantes, que te arrastró embriagada de una delicada y dulce sexualidad hasta
hacerte naufragar en calientes y turbulentas aguas viscosas, que te hizo
despertar acezando, sudorosa e incinerada, y furiosa porque el sol envidioso
vino a quebrar el hechizo y te quedó en la piel de tus piernas una sensación de
pena o ausencia como si esa sucesión de voluptuosas intensidades solo la
hubieras soñado. Niégalo.
domingo, 15 de septiembre de 2013
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