La turgencia, la suavidad del
roce de la yema de un dedo que dibuja el carnal jeroglífico del silencio en la
piel estremecida. Impudicias de los susurros que incitan o juegan.
Voluptuosidades, incandescencias. La sensualidad vertida en las salivas, los
sudores, los licores del íntimo rito de la seducción, de la rendición y de la
entrega. El apareamiento de los inmortales en el lecho húmedo donde el entero
universo desaparece arrastrado por las turbulencias de dos cuerpos ahítos de
sensaciones y búsquedas. Cópula, jugos derramados sobre, entre, dentro de la
delicada carne florecida y abierta. Exploraciones sobre el mapa impúdico de los
pliegues, los rincones, la intimidad dilatada de un cuerpo que yace vertido en
la vendimia del placer. El atisbo del paraíso penetrable desde la tibia fisura
y dulce salada simiente. La compenetración de dos seres que buscándose se
encuentran. Méntula, capullo de rosa roja endurecida. Matriz, labios de beso
vertical, rosada roja orquídea. Olores, fluidos, botón de nardo y nardo
florecido, unión más allá del mero tacto penetrante. Mástil y surco trabados en
quejidos, en contorsiones, en los entreveros sagrados. Lingam y yoni. Falo y
venusta. Tronco y gruta. Oscura hondura horizontal y alta roca vertical de
geologías ancestrales, de ceremonias espérmicas, de comuniones herméticas donde
estallan estambres y pistilos en secretas desfloraciones. En la penumbra
perfumada acecha ahora un solo ser, octópodo indescifrable, un libidinoso
insecto genital, que se cava, se encaja, se autofecunda son sus densos brebajes
en una hermafrodita y onanista concepción. Se unge de fluidos compartidos, de
los mágicos sabores de esa eternidad destellante, miel y néctar, pócima y
elixir, intrusión y desagarro. Nudo, retorcidas continuidades en la jungla de
los instintos desatados, certidumbres venéreas en la consagración de una
florida primavera. Se abunda en estímulos mutuos, en insinuantes ternuras, en
infantiles tácticas dilatorias. Frotamientos. Ritmos acoplados, pulsaciones,
respiraciones que arden, queman los inciensos de los templos arrasados. Rubores
y dilataciones ante el rígido erguimiento del pequeño dios enrojecido. Y
entonces acuden los delirios por el borde de la caricia furtiva, en la orilla
del suicidio convenido en busca de filo del abismo de la placidez de un
insomnio premeditado ante la suspensión de la sucesión del tiempo. Y luego las contorsiones y los
entrelazamientos, desesperaciones, mordeduras y torpes manipulaciones, el
éxtasis de la consumación, la exquisita saciedad, el dulce letargo de un largo
relajamiento como un agua escurriendo por un túnel infinito. Se decodifican al
fin los símbolos tutelares que niegan la muerte.
sábado, 14 de julio de 2012
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