La rendija, el niño recién macho
descubriendo el deseo aun inexplicable en el terror del pecado, la observada
inocente sentada en el lecho, el sostén, blanco, edípico, los brazos maduros y
pálidos que con lentos movimientos lo quitan, surgen los pechos, amplios,
llenos, de oscuros y grandes pezones, la mirada clavada hasta el dolor. La hendidura
en la madera como una grieta que da al infierno eterno por venir, el ojo
asombrado, extasiado, lujurioso, la respiración acezante, retenida para que no
retumbe en el ominoso silencio, la boca entreabierta ente la visión de esos dos
botones morenos como monedas de cobre de un reino prohibido, de esos senos mullidos,
blandos, grandes, que buscará con sicótica vehemencia por todos los años, todos
los lugares, todos los rostros, todos los cuerpos desnudos y rendidos, sin
volver a encontrarlos jamás. Esas son las imágenes que lo perseguirán para
siempre a través de todos los laberintos carnales, semillas latentes de sus
futuras pequeñas perversiones, el tabú ancestral ha sido transgredido, el
pecado original se ha consumado. La mano que busca sin saber qué hasta que
encuentra la carne erguida y dura, sensible, los instintos desbocados, la razón
naufragando en el deseo incontenible, la mano aferra, aprieta, se mueve en un
primitivo vaivén estremeciendo el cuerpo del púber que observa cegado por el
espanto del pecado. Los ojos permanecen quemándose en la contemplación viciosa,
la mano urge, sube y baja, corre y descorre, masturba. La eyaculación pecadora
e incestuosa del espectador asustado, impúdico, insaciable hasta el fin de los
días, estalla, escurre por los dedos inaugurando un vicio inextinguible. Una
camisola que vuelve a ocultar el busto desnudo como un erótico atardecer. El
pecador se hunde en su tardío arrepentimiento ahogado, sofocado, laxo. Ya no habrá
más abstinencia, el castigo será una ceguera incomprensible que le impedirá hasta
la eternidad escapar de la sombría caverna de la soledad.
jueves, 24 de octubre de 2013
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