jueves, 23 de enero de 2014

DEVELACIÓN Y REVELACIÓN


La pieza crujía sumida en una intensidad desconocida, las voces iban emergiendo en una grata cercanía, recuperando las décadas invisibles de las antiguas calles del barrio. La penumbra solo dejaba ver el escote de la camisola abierto en el inquietante recato trasgresor del canalillo a la vista, de la palidez de la piel en derroche, virginal y madura en la vendimia dulce del verano incitante que se abría en la mañana nubosa. La búsqueda del oro perdido fue perdiendo su importancia tautológica y se convirtió en un tímido juego de voyerismo y acoso, en un perseguimiento sensual y motivante hasta que abrochando el primer botón su mano cerró la imagen, la visión, el placer de los ojos viciosos. El oro y el moro, el oro desaparecido y el moro encendido, el azar decretando la inutilidad del aurífero registro, el destino barajando las delicadas cartas de la lujuria. Entonces la despedida, el abrazo amistoso cargado de secretas intenciones, el instante en que se confirma la ausencia del brassiere, el comentario pícaro, la sonrisa en provocadora y permisiva respuesta, el abrazo que se alarga sin encontrar la salida, las manos desplazándose por la suave seda, buscando el otro oro, el carnal, la caricia sobre los pechos ocultos, un leve perfume que irrumpe incitando a la inevitable erección, la mano que roza, toca, despierta el pezón escondido, las manos sobre los pezones escondidos, las protuberantes tibiezas ahí, la duda, la pregunta lasciva sobre el color, la respuesta coqueta que autoriza la lúbrica exploración, las manos que desabotonan una, dos veces y abren los pétalos de la flor exuberante, los ojos clavados en los pezones pequeños, rosados, breves botones de rosa rosada, de niña inconclusa, de tierna incestuosidad, las manos trémulas sobre los pechos desnudos, acosando los excitantes pezones, el tiempo se hace infinito en esa ceremonia silenciosa, las manos rozan, tocan, acarician los tiernos botones protuberantes en sus míticas tibiezas, las manos sopesan y encopan con pervertidas ternuras los senos y saciadas cierran temerosas los pétalos de esa flor de seda. Un tenue adiós cómplice y clandestino hace crujir la mañana sumida en una ya reconocida intensidad.

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