Déjame llegar a casa, está lloviendo. Cassandra.
Vi tus uñas joyas en tus dedos
que de mi piel se declaran soberanas, vi tu pelo cascada nocturna con sus hilos
de luna, vi tu esencia demorada por mis besos, tu ausencia abrumada de
silencios, tu fuga y tu encierro, tu distancia incomprensible. Vi tus uñas y tu
pelo y a partir de esos fragmento comencé a vivirte otra vez allí en medio de
tu lluvia, humedecido en tus vertientes, asolando las memorias de visiones de
tu cuerpo desnudo, de tus pechos grande y llenos, mullidas exaltaciones de
aquellos infamantes sueños edípicos, de tus pezones expuestos a mis ávidas
succiones, de tus glúteos abundantes, nalgas divinas, ancas de la potranca que
siempre está huyendo del potro enardecido con el ídolo en ristre, de tu pubis y
su rala selva de olorosas premoniciones, de tu húmeda vulva rendida a mis
ávidos lamidos y juguetones chupeteos. Y volviste a ser la esclava de fálicas
idolatrías entregada a las viciosas perversiones de tu Amo y Señor, rendida a
sus oscuras fantasías que derrumban los prejuicios, socavan los recatos e
incendian los pudores. Y me fui reencarnando debajo de tus uñas decoradas, en
el sortilegio de tus cabellos al viento, en los carnales pliegues de tu
vientre, en la tibia medialuna bajo tus pechos, en el surco humedecido de tu
sexo ansioso, a lo largo de tus muslos por tus rodillas hasta tus tobillos y
cada uno de los dedos de tus pies. Y se materializó tu mano en mi falo
aferrándolo como una erótica y ancestral herramienta del placer, y la doncella
dulce y tierna fue la potranca ardiente y voluptuosa habitando mis desesperados
deseos de ti, porque contigo mis masturbaciones se convirtieron en una
misteriosa ceremonia de posesión.
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