“Ojalá pase algo que te borre de pronto,
una luz cegadora, un disparo de nieve, ojalá por lo menos que me lleve la
muerte, para no verte tanto, para no verte siempre, en todos los segundos, en
todas las visiones”. Ojalá, Silvio Rodríguez, 1969.
Otra vez tu silencio de nieve, tu gélida
ausencia, la distancia que siendo imposible nos abarca en un instante
compartido, nos incrusta el uno en el otro, nos incita a las pasiones
inconfesables y nos arrastra juntos, desnudos e imbricados, al furor
desesperado de la copula soñada. Acá el sol esperando para entibiarte, para
invocar en tu piel las dulces impudicias de nuestros lúdicos juegos
machihembrados, a la danza sexual que nos hace impuros amantes embebidos de la
pureza esencial de lo que somos en instintos y en lujurias. Respiro agradecido
de tu regalo matinal, la visión del húmedo y abierto paraíso, de la imagen
lasciva de esa vulva gloriosa que deseo lamer, saborear, penetrar, gozar hasta
cruzar el límite de lo incierto y hundirme seminal, embelesado, erguido, endurecido,
en el sueño de poseerte a lo largo de una noche nevando. Y mis ojos cautivos
recorren esa carnalidad mojada y dilatada, abierta a las libidinosas miradas, a
la vista viril del macho que paladea y susurra y lame sus labios como si fueran
esos otros labios verticales, y mi mano frota el miembro erecto hasta cumplir
el ceremonial eyaculatorio que derrita el nevado silencio de tu boca en la
distancia. Suspiro agradecido de ti por cumplir mis ansiosos deseos, por
iniciar mi día ahí contigo, de ver como si acariciara tu cuerpo dispuesto, la
jugosa flor que esconde tu pubis, el escondido periné, los vellos púbicos que
circundan ralos y olorosos tu sexo, los surcos lúbricos de tus ingles, las
voluptuosas curvas de luna nueva que separan por detrás tus muslos de tus
glúteos, y la punta de tus dedos abriendo ofreciendo exponiendo la rosa
inesperada a los ojos enviciados de tu potro enardecido.
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