Porque nadie tiene más sed de tierra, de
sangre y de sexualidad feroz que estas criaturas que habitan los fríos espejos.
“La Condesa Sangrienta”, Alejandra Pizarnik, 1971.
En la canícula del abochornado estío vago
amodorrado por la memoria de esas antiguas tardes donde huíamos de todo y de
todos, por tus ternuras que me estremecían en medio del ceremonial de los
intensos deseos, por el silencio del amor que persiste oculto e inconsumado
como un oro enterrado. Allí donde nos íbamos secretos a transpirar juntitos por
los calores del furtivo encierro, desnudos, sudorosos, enviciados en el sabor
del sudor en la piel, ese bocatto di cardinale, y el relente de las tibiezas
traspasadas que encendían los atardeceres como un anticipo inolvidable de las
solitarias noches que iban a venir. Merodeo por aquellos inviernos arropado
entre tus sábanas, hundido en tu cuerpo, lento y disperso entre mis labios en tus
pezones y mi mano bajo el pudoroso “tuto”. Persevero inclemente en tus
contornos difuminados en el espejo que te vierte indecisa, en tus negaciones a
entrar en el oscuro túnel que desemboca en tus instintos, te estoy imaginando
describiendo escribiendo de memoria, sin una imagen tuya, aunque sea vestida,
con la esperanza insobornable que día vendrá en que volveré a delinear tus
contornos a ojos vistas y mis manos palpando tus dulces sinuosidades. Recupero
aquellas lujuriosas instancias en el reflejo de tu cuerpo en el azogue delineado
por las memorias de cierto lugar a ciertas horas de las tardes de los años
antiguos, sabiendo que ahora la rosa se abre y se envanece (i), repaso
en la confusa urdimbre del tiempo los momentos sin olvido, oculto en la solitaria
flor de loto del quieto estanque de tu jardín, y en los colores de los peces inquietos
del estanque de mi bosque, que es también un silencioso reflejo del tuyo.
(i) “Dulce soñar”, soneto de Blanca
Barojiana
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