Para G., soñadora
Allí la joven amante de Luis XV, completamente
desnuda, tumbada boca abajo en un elegante sofá de damasco amarillo, está
apoyada en el brazo del sofá, mirando con curiosidad hacia la izquierda, a algo
o a alguien que queda fuera del campo de visión. El punto focal del cuadro,
donde convergen todas las líneas de perspectiva (y también otra mirada
fascinada), es el trasero en pompa de Louise, que se abre de piernas sin ningún
recato, dejando claro que está dispuesta a probar todo lo que le provoque
placer, se expone así impúdica e inocente como un delicioso objeto sexual. La
disposición de los colores es magistral. El amarillo intenso del sofá y la
cortina contrasta con el blanco de las sábanas y el cuerpo rosado de la púber
mujer. Las dos flores que hay en el suelo crean una diagonal cromática que
dirige nuestra mirada hacia sus rosadas mejillas pasando una vez más por sus sonrosadas
nalgas. Los tres detalles de color azul nos hacen fijarnos en el cabello de la
modelo, sus manos, la curvatura de sus brazos y el libro que está abierto sobre
el taburete, que le da un cierto ámbito intelectual a esta lasciva adolescente.
Tres siglos después otra mujer, madura, delicada y tenue como un suspiro la
mira y se inquieta, se estremece, misteriosos e inconfesables deseos la abruman,
observa con minucioso goce, la imagen la perturba, la excita, esa posición
insinuante, ese cuerpo luminoso, esa piel que sus manos presienten tibia y
voluptuosa, la mórbida exuberancia de esa perfecta desnudez la eleva en un lésbico
éxtasis solitario, casi masturbatorio, entonces, incitada por esa lujuriosa
visión del paraíso negado, se compromete en una promesa que sabe no ha de
cumplir.
Intervención literaria de “El cuadro del día”. Marga
Fernández-Villaverde, historiadora del arte.
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