“…y entre juegos
empezó todo…”. LH
Solo me queda envidiar
al macho pájaro que poseyó tu cuerpo en lo alto de tu ceiba, que olió tu flor
en esa altura de extravagante paraíso, que bebió tu néctar destilado en ese
sexual ámbito vegetal y te hizo sentir esa delicia de estar recostada en los
brazos del árbol de la lujuria, sentir esas sublimes penetraciones arborícolas,
sentir que te temblaban las piernas por el doble vértigo de la elevación y del
deseo. Solo puedo imaginar tu boquita succionado el erguido tallo viril como
una impura mariposa pecadora, imaginar tu rosada vulva florecida entre el
cómplice follaje, penetrada en la hermosa frondosidad allí en lo más alto por
ese tronco carnal que se hundía erguido y endurecido en tu capullo, imaginar
ese esqueje que se injerta profundo en tu abierta floración, imaginarte
realizando tu morbosa fantasía estremecida por una emoción indescriptible,
escondida entre los verdores de la espesura del obsceno árbol del cobijo y el
límpido azul oscuro del cielo encubridor, allá por la finquita cerca de la
tierra caliente. Tú clavada, ensartada, empalada, machihembrada en el vuelo
vertical de una loca cópula arbórea, ebria de adrenalina, impregnada del espeso
y lechoso polen fálico, perpetrada, enarbolada, ambos cimbreándose al ritmo
animal del coito de ancestrales primates salvajes, meciéndose en un lascivo equilibrio,
tu tetamenta bamboleándose como dos frutos llenos en su excelsa madurez, tus muslos
como suaves ramas que atenazan el otro cuerpo macho, tus manos ocupadas
arañando la madera varonil en carne viva. Ya con la noche encima, los puedo
imaginar transfigurados en aves copulando en un silencio de mordidos susurros y
quejidos contenidos, envueltos en la alternancia de los perfumes vegetales de
la ceiba y la guanábana, humedecidos por el calor agobiante del día y por el
ardor del peligro de que los sorprendan en el lúbrico acto, estremecidos por el
morbo del espacio abierto a ajenas miradas. La arboleda exhala el aroma
inconfundible del sexo saciado, a ras del suelo la tierra va absorbiendo las
gotas derramadas de la densa agua seminal, mientras el anochecer va rememorando
el mismo rito repetido en las junglas iniciales allá en la madrugada del mundo.
Más allá, cerca de un agua distinta, burlas envidiosas confirman el resplandor que
emanaba de la ceiba incendiada.
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