martes, 4 de octubre de 2016

LA CEIBA INCENDIADA


“…y entre juegos empezó todo…”. LH

Solo me queda envidiar al macho pájaro que poseyó tu cuerpo en lo alto de tu ceiba, que olió tu flor en esa altura de extravagante paraíso, que bebió tu néctar destilado en ese sexual ámbito vegetal y te hizo sentir esa delicia de estar recostada en los brazos del árbol de la lujuria, sentir esas sublimes penetraciones arborícolas, sentir que te temblaban las piernas por el doble vértigo de la elevación y del deseo. Solo puedo imaginar tu boquita succionado el erguido tallo viril como una impura mariposa pecadora, imaginar tu rosada vulva florecida entre el cómplice follaje, penetrada en la hermosa frondosidad allí en lo más alto por ese tronco carnal que se hundía erguido y endurecido en tu capullo, imaginar ese esqueje que se injerta profundo en tu abierta floración, imaginarte realizando tu morbosa fantasía estremecida por una emoción indescriptible, escondida entre los verdores de la espesura del obsceno árbol del cobijo y el límpido azul oscuro del cielo encubridor, allá por la finquita cerca de la tierra caliente. Tú clavada, ensartada, empalada, machihembrada en el vuelo vertical de una loca cópula arbórea, ebria de adrenalina, impregnada del espeso y lechoso polen fálico, perpetrada, enarbolada, ambos cimbreándose al ritmo animal del coito de ancestrales primates salvajes, meciéndose en un lascivo equilibrio, tu tetamenta bamboleándose como dos frutos llenos en su excelsa madurez, tus muslos como suaves ramas que atenazan el otro cuerpo macho, tus manos ocupadas arañando la madera varonil en carne viva. Ya con la noche encima, los puedo imaginar transfigurados en aves copulando en un silencio de mordidos susurros y quejidos contenidos, envueltos en la alternancia de los perfumes vegetales de la ceiba y la guanábana, humedecidos por el calor agobiante del día y por el ardor del peligro de que los sorprendan en el lúbrico acto, estremecidos por el morbo del espacio abierto a ajenas miradas. La arboleda exhala el aroma inconfundible del sexo saciado, a ras del suelo la tierra va absorbiendo las gotas derramadas de la densa agua seminal, mientras el anochecer va rememorando el mismo rito repetido en las junglas iniciales allá en la madrugada del mundo. Más allá, cerca de un agua distinta, burlas envidiosas confirman el resplandor que emanaba de la ceiba incendiada.


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