Ven, vuela, piensa, sueña, déjate
llevar por los instintos, la memorias, los sueños, elévate, deja la realidad en
la orilla y naufraga en tus propios imaginarios, déjame hundirme en tu cuerpo,
abrevar en tu boca, resbalarme entre tus pechos, asumir tu ombligo como el
tántrico eje del deseo, déjame susurrarte el orgasmo más largo de tu vida,
abrumarte de una genitalidad viciosa y concupiscente, abarcarte la boca como
una copa de champagne y embriagarte de sonidos libidinosos, roces atrevidos,
tocaciones impúdicas, dejarte las marcas de mis secretos como huellas o
cicatrices según sean tus deseos de venir, volar, pensar, soñar. Huyamos por
los aciagos márgenes del delito de la infidelidad deseada, consumada y
declarada, del crimen de bebernos uno al otro las salivas con sus venenos
violetas y sus rojos afanes, sintámonos culpables de buscar las sombras de las
plazas solitarias con sus estatuas dormidas y sus fuentes congeladas para ir a
restregarnos escondidos como púberes adolescentes asexuados. Entreguémonos
desvirtuados los rostros a las locuras de la carne palpitante, humedecida o
erecta, a la cópula insensata, a las succiones y pene/traciones como vicios o intentos,
a esa vastedad desconocida del otro paraíso. Dejemos que los linyeras nos
desprecien por vagos felices, que se abran cristalizadas las rosas en los
jardines del invierno, que nos persiga por las calles una música de chello
triste para disolvernos en la garúa de nuestra madrugada, que las damas pudorosas
te envidien y los caballeros ocupados me odien, en fin, dejemos simplemente que
la muerte nos olvide en la vegetal eternidad de los parques. ¡Vení, volá, vení!
(i).
(i) “Balada para un loco”. Horacio
Ferrer, 1969.
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