Solo nos cruzamos sin siquiera mirarnos a la
salida del almacén. La había visto venir de lejos cuando entré, así que no vi
su rostro y apenas divisé su pelo negro algo ensortijado, pantalones oscuros y
una polera alba como el color de las garzas que medran furtivas en los
cañaverales que bordean siempre las lagunas de aguas claras, solo me percaté
que era una mujer madura algo avejentada con unos pechos grandes y llamativos,
tan llamativos que musité desde el instinto la silenciosa letanía que tengo
para esos casos: “mamacita rica, donde te
habías escondido que nunca te había visto mirado observado deseado por mis desolados
rumbos edípicos y ahora te encuentro aquí de sopetón en este barrio de perros
con tu tetamenta imponente tan a mano que ya me duele”, pero venía aun
demasiado lejos para hacerme el lento y gozarla de cerca así que tuve que
entrar sin disfrutar los promontorios nevados de sus senos ampulosos. Mientras
compraba el paquete de cigarrillos me olvidé de ella y de su par de voluptuosos
atributos, por lo que cuando ya iba saliendo y ella entrando la vi tan de cerca
que me sorprendió sin reconocer que era la que veía de lejos y mi vista de lobo
hambriento se clavó instintiva en el protuberante pezón que se marcaba perfectamente
en la polera de blanco nítido, allí sobre un pecho amplio grande maduro, como
si anduviera sin sostén burbujeando en el desparpajo de la dama que se sabe
dueña y poseedora de unas joyas invaluables. Por un instante el tiempo se
detuvo e imaginé mi mano acariciándolo, mis dedos pellizcándolo, mis labios
apresándolo, mi boca de macho niño mamándolo como un naufrago sediento, y seguí
caminando sin volverme a mirarla para no perder la sensación de su pezón en mi
boca succionado hasta el vicio. Repito, no vi su rostro, y si volviéramos a
cruzarnos estoy seguro que no la reconocería, salvo por la erecta insistencia
visual de su divino pezón.
viernes, 31 de octubre de 2014
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