La frescura de la tarde casi
anochecida, el crepúsculo que deviene en referente de ocultos deseos acumulados
contra el muro de una amistad de años que no se rompe ni cristaliza, ella
sentada en el sofá sola silenciosa en la penumbra del atardecer que se
desmorona hacía la noche, el beso en la mejilla que deja el roce de su rostro
titilando en la boca ansiosa, la sonrisa, el dulce tremolar de las ansias, la
negra polera sin mangas que declara sus ebúrneos hombros morenos, el short rojo
carmín muy corto, el torbellino atrapante de sus muslos, su escote, sus brazos,
sus piernas, el olor de su piel que huelo o imagino, el cigarrillo y la
conversa y los ojos atrapados en tanta piel desnuda al alcance de las manos de
la boca de los dedos del miembro que late avergonzado pero expectante, la
urgencia del beso lengua, del roce de las manos sobre los muslos morenos, la
boca labios insertándose en el canalillo entre los grandes mullidos pechos, la imaginación
que se revuelca en su propia cloaca, allí en el sofá yo ahí a su lado temblando
inmerso en su paisaje de las altas araucarias, los ríos cristalinos, la salvaje
selva sureña y los nevados volcanes, el rojo copihue y los piñones, el aroma a
humo y a yerbas ancestrales, se termina el cigarrillo, la noche se extiende hasta
la mitad del beso en la mejilla que se queda ardiendo en los labios mientras
camino sin mirar atrás sintiendo su hierática soledad dispersando como el
puelche el polen de todas las blancas flores del canelo.
viernes, 31 de octubre de 2014
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