Vuelos de recatadas mariposas de
cambiantes colores, anaranjado y negro, celeste o azul claro o un matiz francés
del ultramarino, o el azul clásico de los jeans, un rosado tan claro que se ve
blanco. Juegos cómplices de la luz, tintes que ocultan los pálidos muslos, los
oscuros y ralos vellos del pubis, la sutilezas de la carne desnuda de pudores.
El dedito gordo de un pie con la uñita pintada y el segundo dedito medio
escondido detentan heroicos la sensualidad fetichista del mirón. Sobre verde
extraño o azul celestial, sobre blanco bordado perlescente, sobre caobas y mullido
beige. Cuatro pudorosas visiones de escondidos paraísos. Se desnuda lentamente, midiendo el tiempo que demora la ropa en caer al
suelo para formar a sus pies un elegante animal. Ahora él sabe que está ebrio;
pero ebrio a voluntad, como el llanto, como lo pueden estar, sin duda, los
espejos en el día de los grandes tumultos. Sabe esperar que ella forme a su
lado un montón de carne, de dulces olores y penetrantes pestañas. Sabe que, de
súbito, esa masa inanimada se recupera y se incorpora al reino zoológico del
amor. Basta un suspiro, entonces, para deshacer el encanto o para originar un
placer más luminoso. Sabe, además, que esta medida del tiempo, llevada a sus
consecuencias más insospechadas y remotas, se puede transformar en una
persecución delirante a través de las sábanas, el cuerpo de la mujer acariciada
y la noche que al lado exterior del cuarto se mueve y conversa rápidamente (i).
Rojo, negro, índigo o paquete de velas, blusa damasco anaranjado algo
transparente, invisibles el brassiere negro, el colaless negrito. Arduas y
difíciles inspiraciones sin el vértigo de lo sexual, del deseo encendido por
manchitas y pelitos asomados, sin rijosos pensamientos ante las visiones
impúdicas, sin el obsceno engrane de la nerdioza [sic] exhibicionista y el ansioso voyerista, sin la aguja insistente
de la brújula de la deliciosa erección.
(i) “Una heroína de Walter
Scott”, en Bouldroud, Teófilo Cid, 1942.
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