sábado, 24 de enero de 2015

IMPUDICO DOBLEZ


El poeta no cumple su palabra si no cambia los nombres de las cosas. Nicanor Parra

El tibio gozne, la sensual bisagra, la impúdica charnela, la piel en su más suave y pálida tersura, un fragmento inquietante del vientre, con su delicado pliegue y su blandura mórbida, la pantorrilla y su miríada de pequeñísimas manchitas lunares, el oleaje de claro anaranjado o rosado damasco, (que importa la coloración exacta o su matiz preciso ante el soberbio espectáculo que anula todo detalle inútil), reventando contra la luminosidad lujuriosa del muslo, en su cálida pureza carnal, o las dunas y los oscuros valles de un desierto de limoníticas arenas avanzando sobre el pulido mármol de templo que guarda el pubis celestial, no el surco húmedo y fragante de su vulva lamida en los íntimos vicios de las tardes entrando el crepúsculo sino el virginal y terso canalillo de su ingle lamido con reverente timidez en los iniciales goces extásicos, incitante ángulo pecador, cauce que arrastra hacia el vertical delirio, dulce fisura que converge en ralos vellos negros, afluente tributario de su entrepiernas, curso que desemboca en los oscuros matorrales que bordean la rosada carnalidad absoluta de su sexo, ahí a vista y conciencia la comba de la pierna flectada y su vaguada cárcava talweg por donde los deseos fluyen en vertiginoso torrente. Los vericuetos del azar, el destino mezquino, pacato y pudoroso, o la fría tecnología que nos sobrepasa con sus laberintos de teclas invisibles, quiso o quisieron que otra imagen, inversa, reflejando la misma impudicia y lascivia no alcanzara los ávidos ojos pervertidos el fauno observante, y se perdiera para siempre en la trama de recatos y temores de la musa asustada.

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