miércoles, 14 de enero de 2015

MALAS COSTUMBRES


En la sexualidad de la alta noche del castillo, encendida, o en la sensualidad de la calurosa mañana, desnuda, o mientras el agua se afana escurriendo por su cuerpo sensibilizando sus poros uno a uno, la tentación va invadiendo su piel y sus entrañas como un estremecimiento continuo e insinuante. Mal acostumbrada, sueña, imagina, desea, la dermis le arde en rubores aterciopelados que la incitan y la excitan, una corriente voraz e incontenible la arrastra a los delicados recovecos del placer solitario. Deja fluir su mano pecadora por su vientre ansioso, por su pubis anhelante, soba, recorre, acaricia, se toca, la mente en blanco vuelo quieto deja florecer atávicos instintos, derroches de sumidas exigencias inconsumadas, dedea circular su botoncito clitoriano, su tierno capuchón, su breve sensibilidad hambrienta, abre los pétalos de su flor oculta y la surca lujuriosa, manipula, digita, penetra, quizá, con levedad virginal. Siente el goce calmado de una oscura sed saciada, disfruta la sensación de sentirse lubricada, húmeda, mojada como una tibia y lenta vertiente que nace entre el musgo a la sombra de los deseos. No es la intensidad egoísta de masturbaciones secretas o de sudorosas cópulas desaforadas, sino algo más íntimo, más personal, ella sola allí, su mano, su boca entreabierta, su lengua humectando y repasando una y otra vez sus labios, los ojos cerrados mirándose así misma, hembra hirviendo a fuego lento en sus obscenas excitaciones. Pero algo la limita, la frena, la inhibe, antiguas penumbras se dejan caer sobre el florecido jardín onanista, no le importa, sabe que avanza paso a paso hacia el dulce y grato vicio negado por ancestrales o terribles recatos, intuye que la salida del túnel está cada día más cerca, y que allí comenzará su verdadero estío.

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