En la sexualidad de la alta noche
del castillo, encendida, o en la sensualidad de la calurosa mañana, desnuda, o mientras
el agua se afana escurriendo por su cuerpo sensibilizando sus poros uno a uno,
la tentación va invadiendo su piel y sus entrañas como un estremecimiento
continuo e insinuante. Mal acostumbrada, sueña, imagina, desea, la dermis le
arde en rubores aterciopelados que la incitan y la excitan, una corriente voraz
e incontenible la arrastra a los delicados recovecos del placer solitario. Deja
fluir su mano pecadora por su vientre ansioso, por su pubis anhelante, soba,
recorre, acaricia, se toca, la mente en blanco vuelo quieto deja florecer
atávicos instintos, derroches de sumidas exigencias inconsumadas, dedea
circular su botoncito clitoriano, su tierno capuchón, su breve sensibilidad
hambrienta, abre los pétalos de su flor oculta y la surca lujuriosa, manipula,
digita, penetra, quizá, con levedad virginal. Siente el goce calmado de una
oscura sed saciada, disfruta la sensación de sentirse lubricada, húmeda, mojada
como una tibia y lenta vertiente que nace entre el musgo a la sombra de los
deseos. No es la intensidad egoísta de masturbaciones secretas o de sudorosas cópulas
desaforadas, sino algo más íntimo, más personal, ella sola allí, su mano, su
boca entreabierta, su lengua humectando y repasando una y otra vez sus labios,
los ojos cerrados mirándose así misma, hembra hirviendo a fuego lento en sus obscenas
excitaciones. Pero algo la limita, la frena, la inhibe, antiguas penumbras se
dejan caer sobre el florecido jardín onanista, no le importa, sabe que avanza
paso a paso hacia el dulce y grato vicio negado por ancestrales o terribles recatos,
intuye que la salida del túnel está cada día más cerca, y que allí comenzará su
verdadero estío.
miércoles, 14 de enero de 2015
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