Pour la Baronne dans ses bleus, depuis l'hier.
El muro, siempre hay un muro, de
blanco impoluto, la puerta de roja madera cerrada, siempre cerrada, la ventana
enrejada, siempre enrejada, el piso de pulidas piedras ocres y marrones como un
otoño petrificado a sus pies, siempre es otoño, y ella ahí, la Baronesa, en
variados matices azules, de pie sonriendo, su perfecto cabello de suave castaño,
su pose casual y elegante, sus ojos dibujados en delicadas ternuras. La pequeña
mesa circular y su albo mantel con sutiles bordados a crochet, el canastillo de
mimbre, el jarrón de greda dorada y el gran ramo de azucenas blancas y rosadas
y verdes follajes, detrás un sillón de mimbre esperando una visita que nunca
llegará. Sus manos son como sutiles y tibias aves, una posada sobre el oro
refulgente, la otra en un femenino vuelo de sofisticado meñique levantado. Ella,
la Baronesse, viste todos sus azules
posibles de cielos y mares, del misterioso lapislázuli a las alegres turquesas,
arriba, cubriendo la soberana voluptuosidad de sus pechos, entre blancos y
grises, flores y ramitas de breves hojas enredadas, sobre su vientre anhelante y
deseado un oleaje de claro azul de mar eterno, escondiendo sus muslos sensuales
y sus piernas de caminante extraviada en la playa de las grises arenas, un azul
más profundo, de oscurecido cielo atardecido o de abismales acantilados
submarinos. La claridad mórbida de sus brazos y apenas su cuello es toda la tersura
de la dulce madurez de su piel expuesta en sus recatos de Baronne pudorosa, lo invisible son los antiguos y ardientes deseos
que la observan desde un tímido rincón embelesados en sus hermosos azules.
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