sábado, 28 de diciembre de 2013

ASEDIO Y CALENTURA


Como gato de conventillo merodeó silencioso sin atreverse a irrumpir sin advertencia ni coartada hasta que su sangre en celo venció su indefensa voluntad. Golpeó la desvencijada puerta con el temor de la inminencia, tímido y asustado, ella le abrió sonriente vestida solo con una bata larga de pequeñas florcitas amarillas, el beso en la mejilla y ese cuerpo maduro rozando el suyo confirmaron sus pervertidos deseos, la supo desnuda bajo la delgada tela, miró la pálida piel que dejaba ver el escote, un seno que imagino tibio asomaba casi hasta el pezón negado aun a los goces del voyerista vicioso e insistente. Lo hizo pasar a la penumbra del cuarto y se recostó en su cama cubriéndose, aunque él notó que no era por decoroso recato sino por simple comodidad, se sentó en una silla a los pies del lecho algo revuelto. La charla fue lentamente derivando bajo su planificada orientación al erotismo, a la masturbación, ella reía alegre y quizá coqueta, surgieron confesiones íntimas o secretas, nueve años ya no fueron barrera ni límite ni tabú, la penumbra acrecentaba el ámbito de confidencias, de ese juego inquietante de macho solo y hembra sola escondido en un coqueteo tan sutil que era como que no eran ellos y eran otros en otro sitio y en otra época, pero en el mismo barrio años atrás. Ella acostada en su lecho cubierta con el edredón hasta más arriba de sus pechos gesticulaba con sus manos de dedos largos y elegantes, diva de antigua hermosura o doncella de pernada o incitante concubina, se iba dejando seducir siempre riendo, él sentado distante acechaba, acosaba, engatusaba lúdico y voraz. Caminaron por instantes sin llegar tocarse por el borde del lascivo abismo de las caricias impúdicas, del onanismo curioso, de la ya instaurada convergencia sexual, ambos sabiéndolo, ella rendida a ese macho extraño que la acorralaba con sus modales de caballero sonriente pero enmascarado, él ávido de esa mullida carne tan cerca que le ardía en las yemas de sus dedos. Con los deseos vivos y la imaginación ansiosa decidió esperar, quizás para que la consumación que ya sabía consensuada poseyera el descaro depravado de una sagrada ceremonia. Se acercó al lecho y se despidió con otro beso en la mejilla, ella aceptó sonriendo y con dos breves palabras la implícita postergación. Afuera la canícula del mediodía estaba ya a punto de derretir las piedras e iniciar el roce a fuego de los pastos resecos.

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