Como gato de conventillo merodeó
silencioso sin atreverse a irrumpir sin advertencia ni coartada hasta que su
sangre en celo venció su indefensa voluntad. Golpeó la desvencijada puerta con
el temor de la inminencia, tímido y asustado, ella le abrió sonriente vestida
solo con una bata larga de pequeñas florcitas amarillas, el beso en la mejilla
y ese cuerpo maduro rozando el suyo confirmaron sus pervertidos deseos, la supo
desnuda bajo la delgada tela, miró la pálida piel que dejaba ver el escote, un
seno que imagino tibio asomaba casi hasta el pezón negado aun a los goces del
voyerista vicioso e insistente. Lo hizo pasar a la penumbra del cuarto y se
recostó en su cama cubriéndose, aunque él notó que no era por decoroso recato
sino por simple comodidad, se sentó en una silla a los pies del lecho algo
revuelto. La charla fue lentamente derivando bajo su planificada orientación al
erotismo, a la masturbación, ella reía alegre y quizá coqueta, surgieron
confesiones íntimas o secretas, nueve años ya no fueron barrera ni límite ni
tabú, la penumbra acrecentaba el ámbito de confidencias, de ese juego
inquietante de macho solo y hembra sola escondido en un coqueteo tan sutil que
era como que no eran ellos y eran otros en otro sitio y en otra época, pero en
el mismo barrio años atrás. Ella acostada en su lecho cubierta con el edredón
hasta más arriba de sus pechos gesticulaba con sus manos de dedos largos y
elegantes, diva de antigua hermosura o doncella de pernada o incitante concubina,
se iba dejando seducir siempre riendo, él sentado distante acechaba, acosaba,
engatusaba lúdico y voraz. Caminaron por instantes sin llegar tocarse por el
borde del lascivo abismo de las caricias impúdicas, del onanismo curioso, de la
ya instaurada convergencia sexual, ambos sabiéndolo, ella rendida a ese macho extraño
que la acorralaba con sus modales de caballero sonriente pero enmascarado, él ávido
de esa mullida carne tan cerca que le ardía en las yemas de sus dedos. Con los
deseos vivos y la imaginación ansiosa decidió esperar, quizás para que la
consumación que ya sabía consensuada poseyera el descaro depravado de una
sagrada ceremonia. Se acercó al lecho y se despidió con otro beso en la
mejilla, ella aceptó sonriendo y con dos breves palabras la implícita
postergación. Afuera la canícula del mediodía estaba ya a punto de derretir las
piedras e iniciar el roce a fuego de los pastos resecos.
sábado, 28 de diciembre de 2013
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