Para las musas, involuntarias
y perseguidas Yocastas
Las acecha desde las sinuosidades de su verbo
recargado, las sigue y persigue por los jardines floridos y las arenas de mar y
espumas, se introduce sigiloso en sus insomnios y desde ahí las habita con
fervores olvidados en las cosas cotidianas, en los detalles caseros, en una
silueta borrosa en el escaño de una plaza o un encuentro inesperado en plena
calle, con las estatuas de los parques o con la pequeña lluvia inesperada que
las sorprende sin paraguas pensándolo. Como un demonio embaucador las engaña
con abalorios de falsos cristales de colores, las deslumbra con sortilegios de
luna llena, las hipnotiza con las palabras de un barroco confuso e ilusorio. Las
bifurca, las desasosiega, las decomisa para sus oscuros fines de pervertido voyeur, las fragmenta reduciéndolas a la
voz o los ojos, a veces a sus solos labios sin sonrisa, y las enfrenta a sus
espejos, a sus reflejos en las copas, en los charcos de sus inviernos o en los
vidrios nostálgicos de los ventanales. Las hace imaginar posibles imposibles,
las emociona con cercanías incrustadas de ausencias, de atardeceres, de lejanas
luces de barcos anclados a la gira en una bahía inexistente, de lluvias
inverosímiles en la mitad del estío. Como un arcángel castigado se hace el
abandonado, el negado de afectos y de amores, el huachito incomprendido a veces
linyera a veces ermitaño, el macho viejo urgido de vehementes pasiones
insaciadas. Sigiloso las acosa entre tímido y cauteloso hasta que ingenuas le abren
la puerta a los deseos que ellas guardan en sus cajitas de porcelana o
madreperla y que atesoran como las mustias y fúnebres flores muertas enterradas
entre las páginas de los antiguos libros de poemas que leyeron solo una vez y las
dejaron para siempre soñando. Luego las enmudece, las abarca y las derrumba, las
desflora dulcemente sin violencia y las violenta con delicados besos mordidos,
con succiones insistentes, con lamidos íntimos e impúdicos, las descuartiza a
pura mano viva sobre la piel incendiada sobre el lecho propio y entonces,
consumada su voracidad de solitario fauno extraviado, las reconstruye con todas
las ternuras posibles para que lo acurruquen maternales y sensuales como a un
niño macho que viene huyendo de la siempre oscura lejanía de su bosque.
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