Te devoraban los besos
hambrientos en tu boca de los sabores de la tarde, esa vendimia embriagante de
soleados campanarios, ese cacao con menta, el oro amarguito del limón y el
verde dulzón de la hierbabuena. Acontecen las últimas horas del día que se va
hundiendo en un crepúsculo cercano ahí en la alta constelación del lecho, un
revuelo de luciérnagas y medusas luminescentes iluminan el tenue reverbero de
tu semidesnudez extendida, el musgo ralo, cierta humedad olorosa a ti que urge
carnales insistencias. Difariábamos solemnes y desnudos sobre lo que debía ser,
sobre lo que no era, y seguíamos siendo lo que éramos, dos seres solitarios enfrentados
a sus deseos, diversos o bifurcados, la pasión con olor a rosas otoñales o a
sudores animales. Te devoraban las ansias de morderme, de mascarme, de tragarme
sin empacho en la caliente concavidad anegada de tu sexo, yo chapoteando a ojos
cerrados en los sensuales empalagos de tu camisola negra, con su recato
comprensible y su transparencia incitante, los mármoles tibios, los breves granates en sus oscuros rojos
decimales, la pequeñas lunas con sus códigos indescifrables. Las caricias palpaban
y rozaban con ternuras de amantes consentidos, después apenas la fugaz succión
en tu pezón dormido, un perfume que evoca e invade, que atrae a esa flor
carnívora que acecha en tu pubis, luego las manos en la suavidad de tus muslos,
sobre entre ellos, insertadas o deslizándose, tersuras que provocarán rojos
verbos incandescentes. En la continuidad del atardecer vencido por la entrada
de la noche nuestras bocas insistían en devorarse insaciables.
martes, 14 de abril de 2015
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