“El lento verterse del placer es, en un punto, el mismo que el de la
angustia.” Georges Bataille
Te recuerdo así, alta muy alta, de
largas piernas torneadas, hermosas como un dibujo, melena aleonada y rebelde, y
vestida en sensual rosado, brassiere, tanga y tacos, alta muy alta, y yo
sentado en el sofá tragando la saliva que después esparciría por tu cuerpo
tendido desnudo en el lecho antes de hacer el amor primero como las lombrices, luego como los caracoles y por último como
los cangrejos (i), y allí mismo nos manoseábamos enviciados en las horas que
nos borraban del ahora, desaparecidos humeantes, salvajes y lascivos, buscando
el rincón del otro donde nadie hubo antes, los goces aun no vividos, las
exuberantes fantasías del sexo a plena
luz, los recovecos y los intersticios del deleite físico y de la carne que arde
en sus propios fuegos. Te dejaste poseer en la plenitud absoluta de tu dulce
madurez, los años venían fulgurantes, traviesos y lúbricos, rozamos límites
prohibidos y bebimos el embriagante vino de nuestros estíos, los cuerpos
danzaban las músicas del deseo, cópulas o masturbaciones, cada carnal delicia
la saboreamos hasta la última gota, todo era posible, hasta esa tierna
felicidad que se parece tanto al amor. Te llevó la vida más allá del túnel,
después cerca de las nieves en las cumbres, después en medio del tráfico de una
ciudad con su parque y su río, y por ahí perdimos el rumbo de colisión
constante, nos devoramos con pasivas lejanías egoístas, pasividades y furias acumuladas
a destiempo, sin comprender que el abismo se abrió aquel día que cerraste la
puerta del lugar de las citas atardecidas, donde florecía el ceibo y veíamos
llover por el gran ventanal abrazados en aquel lecho inolvidable.
(i) Cien años de soledad. Gabriel García Márquez
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