Sola caminante a media mañana por
la solitaria calle desde el oriente conventillero al lapidario poniente
mortuorio de flores mustias e inmóviles silencios subterráneos, todo era otoño,
su penita de andrajos desteñidos, su humildad de piedrecita o de hierba, su
silueta intrascendente con algo de ausencia y de melancolía, de ese tango
triste de “tu sombrerito pobre y el tapado marrón...”, sonríe mientras se
acerca, y destella. Arriba un colorado vivo, carnaval o fiesta, con finas líneas
blancas paralelas al trazo observado con vehemencia que va de pezón a pezón, cuello
blanco sucio, verde petróleo abajo, desvaído, desastradas sneackers del mismo blanco sucio. Chica más que baja, gordita más
que maciza, pelo miel de variados tintes entre amarillo y marrón, liso
apelmazado, crenchas ralas desordenas, mal peinadas, aperfumada (sic) con soleados sudores de fúnebres
flores mustias y aguas de floreros abandonados, roto el collar de sus
amarillentas perlas verbales. Pero ahí otra vez, cotidianas, las dos
protuberancias, sobresaliendo marcadas en el colorado con rayas como cuaderno
de copia, deformando incitantes el paralelismo perfecto de esas líneas blancas
intervenidas, sus grandes pechos caídos, sin sostén ni turgencias, pero ahí inhiestas
las protuberancias, las cúspides del desasosiego, la inquietencia (sic) provocadora del efecto sicer arietinum, el misterio del color
de las areolas, del tamaño de su redondez, de su rugosidad secreta, escondida,
oculta incluso a la imaginación del tímido voyeur,
mirón de pobla o pervertido casero. Se va pronto siguiendo el mismo rumbo por donde
vino, hacia ese occidente donde todo está muerto, como sus pequeñas y limitadas
esperanzas.
viernes, 17 de abril de 2015
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