“¡Voto a Dios que me espanta esta
grandeza
y que diera un doblón por describidla!”
Al túmulo del rey Felipe II en Sevilla.
Miguel de Cervantes Saavedra
Sobaría esos muslos imponentes hasta
embadurnarlos de mis densos y pegajosos goces seminales, los ensalivaría poro
por poro como un caracol copulatorio, a lo largo, desde la ingle al tobillo, a
lo ancho entero en su circular contorno, a lo otro largo, desde el pliegue que
separa nalga de pierna hasta donde se inicia el talón, los mordería como una
monstruosa y pervertida bestia eyaculatoria, los lamería con la lenta
perversidad de una babosa hirviente, los lengüetearía con lengua larga blanda
empapada, los besaría como a una estatua de miel y vinos, los besuquearía
goloso enviciado en el tenue sabor de tu piel que duerme sola desde hace años,
esa piel virginal a sabiendas que es un desperdicio de los dones que posees en
sensual grandeza, deslizaría las yemas de ocho dedos por esa superficie de
infinitas manchitas lunares como un múltiple arado que ara la tierra donde
sembraré los deseos de abrir esos muslos y ofrecer a orales libertinajes la flor humedecida, restregaría
mis mejillas por esas lisas curvas como una lánguida mascota corrompida,
dejaría mi miembro cogido en tu entremuslos, urgente, erecto, sensibilizado,
apretado por esas mórbidas columnas del portal del templo de la cópula, relamería de arriba
abajo y viceversa y en sus cercanías surcantes (vulva, hendidura intergluteal,
ingles) esos muslos hasta dejar mi lengua atrapada en el vicio de lamer tu
carnal corola de abiertos pétalos separados abarcándola bajo el murmullo del
goce, y para rematar la apasionada depravación me quedaría absorbido por ese
tibio espacio interglutesobreano.
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