“Me preguntaron que instrumento tocaba y dije: el lápiz y la piel”.
Gabriela Collado, La Maga.
En laxa impudicia especular, demorado
por mórbidas turgencias, in absentia, obsesionado en la exégesis de las manchas
lunares de sus muslos, ebrio otra vez de su sabor y su aroma, íntimas
instancias previas a la cópula. El sexo, se eleva de su símbolo en sus bronces
relucientes, en sus tallas en maderas totémicas y monumentales y en sus locuras
casi abstractas, que hacen de su feminidad una deliciosa urdimbre de misterios
sagazmente revelados, como apetitosas formas vulvulares. Su sexo ralo plumón
negro de un ave que vuela entre orgasmos y fluidos, procrastino mi eyaculación
para seguir inserto en su cuerpo sin tiempo ni sentido, busco en mis dedos el
petricor de su vulva, voy recalando por su pubis hurgando por un adentro para
penetrar poco a poco mi líquido deseo lujurioso por los poros de su cuerpo
seco, dejándolo húmedo o mojado. El estro, lo genital relajado, su superficie
lubricada por un mucus fluido. Los labios vulvares engrosados y dilatados, su
superficie humedecida con el licor que estila con densidad solar su vagina. Los
voraces músculos de su vulva en pleno acecho. Espiro el humo del tabaco en su
abierta flor carnívora en un mágico sahumerio sexual, la trepo burbujeando,
ardo en sus ardores, aplaco la servidumbre de sus nalgas, la pervierto vertido
en ella. En tanto, en algún recoveco del tiempo por venir inevitable mis manos
abarcan su seno, mi lengua se enreda en su clítoris, mis labios atrapan su dormido
pezón, mi miembro penetra su vulva y nos consuma machihembrados e incandescentes.
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