Dormir una noche entera contigo,
con los ojos bien cerrados, oliendo el perfume de tu piel, sintiendo las
infinitas tibiezas que esconde tu cuerpo desnudo, dejando que tu boca se
encierre en los besos que me debe, que tus manos vuelen sus caricias sobre mí,
ligeras y tenues, brisas de primavera o alas de mariposas o lentos caracoles
oníricos, oír tu respiración tranquila, sentir tu aliento jugando en mi espalda
como un arroyo de cálidas aguas fluyendo por las cárcavas de mis deseos
dormidos a tu lado esperando la vertiginosa sensación de tu cercanía. Dormir en
el ámbito tierno de tus brazos, hundido en tu morbidez y tu blandura, soñarte
ahí mismo cercana, poseída de crepúsculo a madrugada, en cada intersticio,
pliegue o lisura, desbordar los tactos, los roces, los frotes somnolientos en
los entresijos del nocturno, bordear la languidez de los cuerpos no sometidos a
lujurias vehementes sino laxos de quietas tentaciones. Dormir la noche con nuestras
piernas entretejidas en una urdimbre de sensualidad vaciada de irreverencias,
solo dejándonos llevar por las mareas de las ternuras y los dulces susurros del
destierro compartido, rodillas con rodillas y boca en la boca besadas, las
manos afanadas en amorosos mimos iluminados por la complicidad de la luna. Dormir
por los suburbios de los sosegados territorios del insomnio abrazados, tomados
de las manos mientras caminamos por las arenas y la gramas, sumergidos en las
espumas de una sexualidad continua y subterránea, siempre a punto de florecer,
sostenida en su misterio por los amanecidos resplandores de antiguas y
perpetuas intensidades clandestinas.
lunes, 16 de febrero de 2015
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