“ella por si sola no era capaz de darse cuenta ya que este animal
jugaba al doble oficio o sentido de hacerla creer en sus propias proyecciones
fantasmales”. Kiki la Musa (La mujer del Caníbal), Mario Murua, 1952
La musa sentada frente al espejo,
las pálidas y suaves piernas desnudas cruzadas, descalza, de negra lencería
sentada en el negro vibrante, reflejada sin rostro en un juego de impúdicos reflejos,
su pierna en primer plano reflejada allá en el cristal del íntimo azogue,
exuberante y mórbida carnalidad expuesta al deseo, provocadora y erectante. Sin
reflejo, las pierna muy juntas, apretadas generando la línea surco entre piel
de manchitas lunares, soles y mariposas, que lleva al breve triángulo negro de
sus bragas que oculta el cauce mojado, tibio y oloroso de su vulva como un
paisaje vedado a los ojos profanos, pero que mi mano recuerda en su blandura
convexa, en su tibieza húmeda. Allí la musa exhibicionista, incitante,
sediciosa, excitante, calentona, sentada frente al espejo, la pálida y suave
pierna desnuda con el ufano pie ofrecido a posibles futuros fetichismos
podológicos, con su talón y sus deditos perturbadores, y allá en el reflejo
voyerista la voluptuosidad de ambas piernas cruzadas con obsceno desparpajo,
blancas, deliciosas, sugestivas, perfectas para arrastrar a los inevitables
ritos masturbatorios. Sin reflejo, el muslo, las letras, signos y símbolos en
una mágica cristalización que niega la visión del hechizo vúlvico, de la rala
pilosidad púbica, solo dermis y manchas desplegadas, solo tentación recortada,
limitada, imposible. Sobaría esas piernas desde la puntita del dedo mayor hasta
los confines sexuales de su vulva, por las pantorrillas acariciando besando,
por los muslos lamiendo besando, sin reflejarme en el espejo, escondido en sus
lúbricas lisuras, siniestro y lujurioso como un fauno pervertido, cruzaría
surcando su sexo humedecido y caliente enjugando con mis labios lengua nariz
los embriagantes jugos que no refleja aun el espejo.
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