No beberé toda la copa
ni caerán todos los besos.
Odalisca. Isidora, 2005.
Sabía que habían en usted brasas de
escondidos rojos quemantes bajo las alegres cenizas de los años, intuía que su
dulce sensibilidad lleva en su interior la mujer que respira los húmedos ocres
rojizos de los otoños y sueña, que sus manos dejan escurrir las arenas del
tiempo sabiendo que ese mar del estío que mira con nostálgico silencio en los
atardeceres, las volverá a traer a su playa convertidas en ardientes granos de
los cuarzos que hieren incesantes porque aún hay fuegos encendidos que jamás se
apagarán porque permanecen latentes bajo su piel. Revivida por gracia de
antiguas seducciones estará ahora buscando las palabras que le queman en su
roja boca de besos extraviados, los voluptuosos adjetivos de lo mórbido, lo
abierto, lo erecto, lo penetrante, esos verbos impúdicos que no se olvidan por
que pertenecen al lúbrico lenguaje de un obsceno imaginario clandestino, todo
aquello que nunca se ha atrevido a pronunciar ni a escribir, sí a imaginar o
soñar en ese íntimo espacio que hay antes del sueño, cuando los ojos ven en la
oscuridad sus ardores y delirios de plena hembra vigente. Quizá ahora en la
turbulencia de los instintos desatados por la cercanía de los penúltimos otoños,
cuando aun los frutos maduros de su cuerpo se endulzan en imaginaciones imposibles
y ansiosas visiones, deje escarchada la censura, cristalizado el pudor, y se
lance a ojos cerrados desde los altos acantilados de la lujuria para ir a
rozar, entibiar, acariciar aquel macho desnudo que la espera en los suburbios de
sus secretos desvelos para hundir las manos en las desnudas arcillas de la cálida
porcelana escindida de la vendimia de su deliciosa madurez.
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