Se va, desaparece, no huye ni
naufraga, se va en viaje sin retorno para que no se le vuelen los sueños,
emigra hacia otras voces desatadas u otros ventanales clausurados, deja la
penumbra cargada con su nombre y su silueta de sombras en las sombras. Se
ausenta lentamente, sin torpes tristezas ni avisos vanos, se difumina como un
humo de sándalo o incienso, como una misteriosa mariposa transitoria, abandona
sin un gesto la pequeña y reiterada perversión de su fina mano suave aferrando frotando
erectando con elegancia de amante francesa el miembro ansioso y sensible, con
la dulce complicidad de esfinge en lejanía, abandona a su mala suerte las manos
que encoparon sus pechos y acariciaron su pelo, los labios que rozaron sus
pezones y jamás la besaron. Queda el tenue reverbero de su cuerpo en las
paredes empapeladas, su sutil impronta de antigua dama extraviada en el tiempo que
aun viene caminando por un pasado cristalizado allá en el barrio de sus últimas
primaveras. Se marcha sin adioses ni arrepentimientos, se va como llegó, etérea,
leve, femenina, envuelta en esa hermosura irreal que se miraba siempre desde la
vereda de enfrente. Con delicadeza de eterna viajera se alejó aun antes de su
partida para no dejar la nostalgia doliendo en carne viva, cumpliendo así la
vaga premonición de toda adolescencia: Se
va la mano que te induce. Se va o
perece (*). Emigra altiva como si no hubiera permanecido nunca en el cuarto
de la luz tamizada por las grietas de los muros vencidos. Se ausenta para
siempre, definitiva y silenciosa, alguien a mediodía lo ha confirmado, y hoy una mano de congoja llena de otoño el
horizonte (*).
* Mariposa en otoño. Pablo Neruda.
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