“Dime... ¿por qué fui el único que no
descubrió el código secreto de tus caricias, el código arcano de tus labios?”.
Lucideces. El cuarto chusticiero, el primer corresponsal de los ángeles.
¿Por qué no
dejaste que te alzara como una espuma sangrienta sobre los pinos de la noche
para irme despacito por el canto filoso de tu sombra? Dijiste “te soñaré” y me
dejaste en un limbo de misteriosas reminiscencias, de deseos inconclusos por
urdir la trama de tu pelo sobre una quimérica almohada, por navegar tu piel en
la desnudez total de tu océano, por sostener mi boca furtiva en la plenitud de
tus pechos, por ser húmedo musgo sobre tus urgentes pezones invadidos de su
impúdica turgencia. Desde las lejanías de esos deseos arrumbados en el rincón
de los imposibles subió una bruma púrpura con sutil fragancia de violetas, y un
rubor de luna menguante iluminó tu rostro en el último instante para dejar
abierta la fuga y sin cicatrizar el olvido. Y quiso el tiempo o sus orfebres
que no me dieran tus labios los besos de las soterradas lujurias ni tus manos
las lúbricas caricias del intento, ni tu cuerpo tembló bajo el mío en la cópula
que la noche impone. El tiempo fue daga que dejó la herida abierta tal como
soñé la flor exquisita de tu pubis. Daga que no sajó las trémulas carnes en sus
lejanos destierros. Ah! tu silencio... como un vestiglo oculto en el nocturno
embosca en tu nombre la contigua primavera, otorga y confiesa. La compartida
primavera con frío, lloviznas, nostalgias y ausencias. Y miro llover por la
ventana y leo en el lenguaje de las gotas de lluvia en el vidrio tus palabras
tristes, y me voy arrinconando en tus penas para que me sigas pensando, y te
robo un besito calladito por ahí donde estés sola, y me quedo cristalizado en
tus penumbras a la espera que te desnudes.
¿Nos cobijará al menos su herrumbre, su
herrumbre y el quemante estupor de mi máscara?, “Herrumbres”. Ontogonías,
Alexis Naranjo.
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