Mi mano en su rodilla, sólida
convexidad provocativa, palpo su corporalidad incrustada en una severidad
circular, la rótula oculta, el inicio del tacto, el comienzo lascivo de la
travesía ascendente. Sobo con la palma de mi mano esa protuberancia lunar,
gélida e impenetrable, lo hago en círculos lentos como clandestinas caricias
perversas, pausado y sibarita, la encopo, la incluyo en la secuencia de la
voluptuosidad atrevida que viene surgiendo desde su misteriosa osatura. Subo un
palmus (i) hacia la vergencia, descubro y absorbo esa tibieza perentoria, suave
y continua, curva, columnar, cilíndricoelíptica, me sumerjo en su tersura
inquietante, en la lisura tierna que se extiende más allá de mi mano, en una
blandura que llama al beso, al lamido, a escribir con saliva los lúbricos
cantos del deseo, a detenerse en su inmovilidad latente, a verificar con la
boca labios lengua su languidez secreta, buscando el respingo, la negación de
acceso, la prohibición pudorosa, que no llega. Remonto por esa delicada
superficie carnal otro palmus y dos más en lentísimo ascenso confirmando
lisuras, suavidades y tibiezas, trepo el quinto palmus, y mi mano encuentra la
íntima y caliente charnela de la ingle, su ceñida convexidad oculta, percibe la
cercanía de la vulva, el roce de unos vellos y una humedad densa y olorosa la
delatan, [Bifurcación 1] mi índice
adelantado se va insertando entre los mojados pétalos de esa flor sexual,
abierta y estremecida, mi mano pierde el rumbo de ascensión y se gira buscando
la verticalidad lujuriosa para abarcar, atrapar, capturar la mariposa encendida
e inicia al fin el obsceno rito masturbatorio. [Bifurcación 2] se verticaliza voraz e ansiosa, mis dedos sobre el
breve ramillete de labios vaginales, mi eminencia tenar sobre el capuz del
clítoris, e inicia al fin el obsceno rito masturbatorio.
(i) En la Antigua Roma existía una medida llamada palmus, que era el ancho
de la palma de la mano, sin contar el pulgar, que equivalía a cuatro digitus,
es decir, 7,3925 centímetros.
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