jueves, 14 de agosto de 2014

EROS SECUENCIAL


Lo primero fue el mueble de los cajones donde nunca están las cosas que busca, sobre el la caja mágica que la envicia con sus imágenes de farándula y ajenas biografías, sobre esta, en una esquina, la orgullosa medalla, además los frascos de cristal y otras minucias de sus rutinas de encarcelada, en primer plano un atisbo de los felinos descuartizados. Después las rojas maderas y los pedazos de piel de las fieras claustrofóbicas como un lecho cavernícola que poseen la presencia invisible de ella en su castillo, la percepción inequívoca de su perfume y su esencia de mujer al acecho, quizá también la tibieza de su cuerpo como un relente feroz. Entonces la rodilla apenas y más abajo, la canilla hasta el pie en desparpajo exhibicionista con sus deditos ansiosos esperando al fauno fetichista que chupe uno a uno esas breves joyas cosquillosas, atrás las cajoneras y el plasma. Luego las mullidas pieles, banderolas de ardientes recuerdos, y su tobillo y el mismo pie esperando lamidos y succiones, quieto como una paloma dormida, con sus uñitas transparentes y la tentación de la caricia y el viceversa del footjob. Y vino el muslo pleno, absoluto, la piel toda en su tibia incitación, las manchitas que conté y besé el aquellas tardes de hogueras y fuegos compartidos, las huellas imperceptibles pero  indelebles de mis manos, de mi boca y mis labios, de mi lengua que hizo la vendimia de esa canal voluptuosidad. Al final, la epifanía y el vértigo, el éxtasis eyaculatorio, los dos muslos en su lisura deliciosa, el vértice vórtice vúlvico oculto bajo el borde de la camisola de manchas blancas insinuantes y negras pecadoras, más allá las rodillas y la pantorrilla turgente, el talón, el escorzo del pie, la breve línea lujuriosa donde convergen los muslos, en el horizonte un óleo de flores de un estremecedor rosado carnal, en representación profana de la otra flor rosácea, que no se vio.


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