Lo primero fue el mueble de los cajones donde
nunca están las cosas que busca, sobre el la caja mágica que la envicia con sus
imágenes de farándula y ajenas biografías, sobre esta, en una esquina, la
orgullosa medalla, además los frascos de cristal y otras minucias de sus
rutinas de encarcelada, en primer plano un atisbo de los felinos descuartizados.
Después las rojas maderas y los pedazos de piel de las fieras claustrofóbicas
como un lecho cavernícola que poseen la presencia invisible de ella en su
castillo, la percepción inequívoca de su perfume y su esencia de mujer al
acecho, quizá también la tibieza de su cuerpo como un relente feroz. Entonces la
rodilla apenas y más abajo, la canilla hasta el pie en desparpajo
exhibicionista con sus deditos ansiosos esperando al fauno fetichista que chupe
uno a uno esas breves joyas cosquillosas, atrás las cajoneras y el plasma. Luego
las mullidas pieles, banderolas de ardientes recuerdos, y su tobillo y el mismo
pie esperando lamidos y succiones, quieto como una paloma dormida, con sus uñitas
transparentes y la tentación de la caricia y el viceversa del footjob. Y vino el muslo pleno,
absoluto, la piel toda en su tibia incitación, las manchitas que conté y besé
el aquellas tardes de hogueras y fuegos compartidos, las huellas imperceptibles
pero indelebles de mis manos, de mi boca
y mis labios, de mi lengua que hizo la vendimia de esa canal voluptuosidad. Al
final, la epifanía y el vértigo, el éxtasis eyaculatorio, los dos muslos en su
lisura deliciosa, el vértice vórtice vúlvico oculto bajo el borde de la
camisola de manchas blancas insinuantes y negras pecadoras, más allá las
rodillas y la pantorrilla turgente, el talón, el escorzo del pie, la breve
línea lujuriosa donde convergen los muslos, en el horizonte un óleo de flores
de un estremecedor rosado carnal, en representación profana de la otra flor
rosácea, que no se vio.
jueves, 14 de agosto de 2014
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