Te niegas al regocijo de tu cuerpo de hembra
atrapada en los mortales delirios de la cópula o en los solitarios estertores
de la masturbación compartida en la intimidad provocativa de la distancia
invencible. No asumes que la virtualidad es una ilusión que se puede vivir y
sentir como tal, como un sueño erótico, como una fantasía creada por ti misma
donde lo que importa es que el goce contenga la intensidad de lo real. Reniegas
de la sublime algarabía de los cuerpos trabados en la plenitud de su
consumación física, goce máximo posible y justificación de todas las miserias del
afuera y del mañana. Te riges por la aciaga intolerancia que surge de tus
recónditos temores infundados y por los rígidos principios heredados. Evades la
concupiscente complicidad del pecado que libera, que trasciende la bruma del
dolor y las pérdidas. No conjugas la lúdica búsqueda de los placeres eróticos
—en festivos fetiches, dulces aberraciones o pequeñas perversiones— ni asumes
sus privilegios con el ansia obstinada de cercanías y ternuras. Te marginas del
sudor y la saliva, del derroche de tus íntimos sabores, de los densos
escurrimientos seminales. Abjuras de la maravillosa sinrazón del sexo que se
disgrega en un ayuntamiento de bestias sudorosas sobre el lecho humedecido
mientras la tarde va sucediendo solo en el aquí y el ahora. Renuncias a dejarte
vencer por la lascivia, a rendirte a la evidencia que hemos sido en delicioso
pecado concebidos, a dejarte pervertir ingenua y curiosa como si no fueras tú. Te
rehúsas a sellar las oscuras vertientes de tu hiriente verbo inquisidor, y por
eso siempre beso tu boca para conquistar tu silencio.
jueves, 10 de abril de 2014
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