Ahora no sé que hacer con los viernes, si
vivirlos como si fueran jueves o sábados, o hacer como que nunca es viernes,
dejar la semana con un agujero solemne como tumba o abismo, o dejar que el quinto
día suceda como finito, apegado a los muros como hiedra, como vaho en el vidrio
de la ventana que da a la lluvia, como ceniza tibia aun en el cenicero. Antes
era un día glorioso de carnales golosinas, de carnaval lujurioso y nocturnas
alturas marinas, de piel con piel y miembros entreverados, de lamidos y
succiones que se iban deshojando entre quejidos y susurros, de atardeceres
tiernos donde los besos se confundían con las mariposas salvajes y el sabor a
hierbabuena con ron y hielo. Pero vino la castradora con sus locas paranoias,
sus imaginarios delirios persecutorios, sus terribles y apocalípticas
inquisiciones que presagiaban la hoguera y el escarnio, el suplicio y el eterno
castigo de un infierno habitado por erectos demonios fálicos y ninfómanas meretrices
babilónicas. Y los gratos viernes del desove se convirtieron en un desgarro de
soledades mal llevadas, de silencios atravesados y dolientes ausencias, en una
triste sequía de salivas derramadas y fluidos genitales, en un vacío
estremecedor de manchitas en los muslos, del pezón insensible, de las bocas hambrientas y las manos
onanistas. El dies Veneris perdió su antropofágica
consistencia de goces libidinosos y turbias perversiones, la sublime secuencia
del cunnilingus a la felación, del contenido orgasmo a la imperiosa
eyaculación, se disgregó en un destello de furias insensatas e inútiles
explicaciones, se quedó atrapado en la mustia penumbra de lo pudo ser, sin un
aquí ni un ahora. Ahora no sé que hacer con los viernes derrumbados, si buscar
otro venusterio que esta vez en el portal declare el Semper fidelis o rendirme a la evidencia voluptuosa de que toda
evocación es un deseo, y que este único deseo tira más que una yunta de bueyes.
viernes, 4 de abril de 2014
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