“Aquí va algo para ti, sólo porque eres mi mago maestro.” E.
Delicias que me regalas querida alumna, mi geisha deseada hasta la
eyaculación masturbatoria, me calientan tus carnes abundantes en su pálida
voluptuosidad exuberante, las amplias combas en mullidos excesos, las curvas
cárneas en sus máximos deleites, el todo de tu cuerpo monumental de generosa
hembra excesiva. El poeta se aferra con seguridad a las carnes de las
mujeres trozas. Naturales. Generosas. Deliciosamente voluptuosas, de glúteos
espléndidos, y muslos y hombros llenos, metáforas de la fertilidad, tal vez,
talladas en homenaje a una matrona insaciable de las postrimerías del
matriarcado; y en las mujeres rollizas de Rubens, y las madonas renacentistas,
el ideal femenino representado por la mujer madura y más opulenta que
desgarbada, de amplias, acogedoras pechugas, con los cebos de las rosas del
amor y la roja lujuria, un útero espacioso y una pelvis confortable y sólida, y
depósitos generosos que garanticen la lactancia suficiente a través de la
recurrencia de los paraísos orales, en ella están cuajadas todas las atracciones de la carne. Viva. Desnuda, deseable
(ii). Me erecta ese notorio pezón punzando el rojo erótico de tu corpiño, me
erecta gozar la íntima visión de tus bragas moradas que ni un macho ha
desvirgado con otro ojos no míos, me erecta tu escote con tus tetas opulentas
desbordando el brasier por su abundancia y sobresaliendo en los pliegues de tus
axilas en lúbricas blanduras. No carecen de un encanto prometedor aquellas
mujeres cuya ropa las deja escapar a pedazos, un pecho arisco, unos muslos
suculentos, y cuyas nalgas se alejan prolongando la despedida de un temblor de
agradecimiento, o reproche, cuando se van. El regusto que deja una mujer que
retiene el agua justa como una ola. Y recuerda palabras como floreciente,
fruto, redondez, salud y mambo (ii). Me engolosino en la roja rosa de tu
boquita pintada, me imagino su saliva untando mi glande y tus labios coloreando
con su rojo fuego la suave piel del tronco de mi verga erguida, mientras tus
ojitos pícaros esperan ver a boca de jarro la erupción del denso semen de la
invocada eyaculación.
(i) “La espalda que bien resalga, / Y parisiense la nalga; / La
riñonada montuosa: / Decid si no soy hermosa.” Eustache Deschamps
(ii) Levemente editado de un párrafo de “Elogio de las mujeres
gordas”, del poeta nadaísta Eduardo Escobar.
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