Masturbación entre germinales burbujas.
(Antes de la visión del paraíso). Solo
alcanzo a percibir tus penumbras, tu silueta recortada en un lecho imaginario, el
contorno desnudo de tu cuerpo fosforeciendo en la intensa oscuridad de mis
deseos, solo puedo reconstruir tu imagen desde los tenues esbozos de tus otras
sombras ya vistas y diluidas por otros ojos que no fueron los míos. Solo quiero
dibujarte con mis lujuriosas anilinas, con mi verbo anochecido, teñir tu piel con
los colores desbocados de una cercanía impúdica y premeditada, poseer el
trazado perfecto de tu íntima rosa y su húmedo perfume, adueñarme del sabor de
cada uno de sus pétalos palpitantes, dejarme caer lánguido y poético en el
tibio abismo que se oculta entre tus pechos. Solo ansío naufragar en los
oleajes de la saliva de tus besos para alcanzar el cálido refugio de las dulces
arenas de la playa de tus labios y deshojar tu boca adormecido por la cadencia
sublime de tus susurros. Solo deseo soñarte a partir del eco de tus latidos o
del aroma que dejas a tu paso por los lúbricos silencios que desatas cuando te
me niegas en el secreto retrato de tu luminosa desnudez. (Ante la visión del
paraíso). Fue la luz fulgurante de tu piel desnuda solo escindida por la
fina y sensual línea roja de tus breves bragas, ese rojo hilo que dibuja la
perfecta curva de la suave comba de tu cadera, que demarca las tibiezas deseadas
por el erguido túmulo del macho embobado en ti y por ti enceguecido por tus
exuberantes sinuosidades, por las mórbidas dunas del litoral de tu nombre o del
ardiente desierto de tus insomnios. Fue tu desnudo impudor desafiante sobre el
lecho ya imaginado hasta el vicio, tu pelo de perfumada miel sobre la almohada,
uno de tus senos asomado bajo tu brazo como el maduro fruto de tu exquisito
otoño, los pérfidos ángulos de tus femeninos codos, tu muslo expuesto a los
voraces ojos del sátiro hambriento que te mira, tus túrgidas nalgas separadas
por la carnal e inquietante medialuna desde donde nace la estremecedora línea
que separa los mármoles de tus piernas de gacela, fue la sedosa palidez que
habita entre el destello final de tu hombro y la tersa flexura de tu rodilla, y
fue, allá arriba frente a tu rostro invisible, el elegante adiós de tu soberano
meñique.
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