“Todas sus ansias,
todos sus deseos, todos sus pensamientos, todos sus afanes, buscaban el mismo
objeto: conseguir que la señora de Rênal dejase su mano entre las suyas”. Rojo
y Negro, Stendhal, 1830.
Ni los cuatro espejos
en el muro anaranjado que no alcanzan a reflejar tu serena elegancia, ni tu
tenue sombra en el muro de claro amarillo, ni la esquina que se dobla detrás de
ti dividiendo tu ámbito en dos planos divergentes, ni la miel oscura de tu pelo,
ni tu rostro que me has negado en las eróticas visiones de tus paraísos, ni tus
ojos que contienen tus dormidas ternuras, ni tus labios en su propio rojo que
prometen los embrujos de dulces besos embriagadores, ni tu sonrisa con su tenue
dulzura, ni las cuentas innumerables del collar que abraza dos veces tu cuello,
ni el rojo furioso que contiene los cántaros donde anidan las tibias palomas de
tus senos prominentes, ni el negro profundo y vertical que envuelve tus piernas
y tus muslos y tu pubis, ni tus manos que descansan plácidas a los lados de los
sensuales arcos tus caderas, ni la verde
amoena con su tímido veneno vegetal que se rinde a tus pies como este lejano
poeta obsesionado, ninguno de estos impuros encantamientos que surgen de ti
como carnívoras mariposas rojinegras se escapa de mi memoria que te dibuja con
obsesivos detalles para recrearte a la hora de mis ardientes insomnios, del
nocturno solitario en el que mi mano aferra mi erecta virilidad en el ceremonial
onanista que nos desata de la imperiosa distancia que separa mi boca de tu boca
y mi piel de tu piel y mi cuerpo de tu cuerpo y mi miembro erguido como un rojo
copihue de tu vulva abierta como un lirio de mayo.
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