“Te lo he dicho
muchas veces.
Nunca esperes que
te regale flores.”
Anónimo.
Dejo mi mano durmiendo sobre tu seno paloma
dormida, abro las ventanas del invierno, la lluvia enternecida en tus parques,
tus árboles bebiendo del río, la garúa madrugadora que posee tu perfume
concentrado en la nostalgia de tu boca que nunca me besó, el aliento del humo
del tabaco que se me esparce en la sangre siguiendo tus laberintos, tus fugas y
tus desapariciones. Dejo mi mano detenida sobre tu pezón sensible e inquieto
por la espera de mis labios que irán a confirmar la incestuosa vorágine de la
carnal convergencia que hace navegar las naos por las islas del desamparo, allá
en el tórrido archipiélago donde nos sabemos extraviados. Dejo mi mano
transcurrir a lo largo y ancho de tus secretas fantasías que te abarcan entera
y virginal como un naufragio nocturno o una tormenta de arena, allí la insertas
o la aprietas, la urges en la complicidad del deseo continuo que va brotando en
tu insomnio, la derramas estremecida en cuerpo en celo, asomado al abismo de
tus íntimas lujurias. Dejo mi mano escurrir por la porcelana tibia de tus
muslos para que la atrapes en la inconciencia escondida de tu sueño entre los
dulces sudores de tu piel desnuda y los pudores intranquilos de tus sábanas,
para que la captures como insistente mariposa en el vértice ceñido de tu sexo
florecido. Dejo mi mano vagar en la provocación hirsuta de tu pubis, en la
delicada estimulación onanista de tu oscuro sueño clandestino: un lecho, una
penumbra, la trabada cópula en sus salvajes estertores, la caricia tierna y el
beso de amor eterno, la laxitud de la plena consumación, la infidelidad
destilada hasta la última gota.
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