Dejó la mano suspendida, negada la piel
desnuda en la otra piel envuelta y casi oculta, detenida la luz por las
rendijas sesgada en las penumbras y desapareció con un silencio de desierto o
una ausencia de estatua imaginaria. Un bronce de candado impide o clausura las
vehemencias onanistas y el cauto voyerismo de sus ojos de gata adormecida en la
oscuridad tarjada por lineales iluminaciones. Se fue en súbito día sin aviso ni
remilgos, sin dejar huellas ni vestigios, sin una voz ni un gesto, suave como
era solo quedó el lecho vacío tras la puerta sellada, y el misterio de su asunción
o desaparecimiento, no en fuga ni huida sino como yéndose de sigiloso perfil
para que nadie la viera. Se llevó sus senos pálidos, su belleza antigua, sus
pezones breves y oscuros en tierna protuberancia, la extraña luminosidad de su
piel desnuda que no se reflejaba en los espejos, la incitación al grato pecado,
el tímido roce coadyuvante de su mano curiosa, el fervor de un erotismo
consagrado en el ceremonial eyaculatorio, la convergencia por azar o destino y
la natural complicidad de los solitarios. Desde siempre deseada, sabía hacer
escurrir las aguas por los cauces de su inquietante descaro, tensando el fálico
arco pero evitando la flecha. Dejó su cuerpo reverberando en coqueta impudicia
como una estatua de cristal en los trasfondos de los instintos ancestrales y en
los perfectos deseos. Y así, sin esperar el otoño se fue deshojando en ausencia
por estos ralos días que vendrían.
jueves, 1 de mayo de 2014
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