Me gustan las maduritas descocadas, las que
dan más de lo que piden, las que ayudan a buscar explorar pecar y experimentar
la sexualidad pendiente, las que ya no les interesa el vano orgullo de la
inútil soledad y han roto el sello que no las dejaba vivir hasta los conchos de
las últimas vendimias, las que guardan el recato inhibidor para los domingos en
hora de misa, las que usan y abusan del sensual descaro, aquellas que se
solazan en la impudicia como si fuera un perfecta virtud, que saben con
sabiduría pragmática que el mundo siempre está por acabarse y que esta cueca es
de una sola pata, las maduritas coquetonas que juegan sus ultimas cartas con la
tersa tensa turgente voluptuosidad de las doradas uvas de su otoño o la tibieza
concentrada entre sus pechos para capear los últimos inviernos. Me gustan
pálidas, fantasiosas de edípicas e incestuosas intenciones, voluptuosas con
calculada ingenuidad, juguetonas de ternuras y mentidos amores, de amplia y
mullida tetamenta, de pezones oscuros y grandes aureolas como soles antiguos, de
muslos anchos y matriarcales caderas abarcadoras, de pliegues y rollitos a
destajo, de vulva dilatada como húmeda y suculenta rosa perfumada de final de
estío, de manos enternecidas en insistentes caricias y labios llenos de besos. Me
encantan vestidas de lúbricas flacideces y blandas dulzuras, de tiernas carnes
maduras que incitan al voyerismo vicioso y a las lujurias desatadas, que
socavan los pudores y las vergüenzas cuando cual majas desnudas tendidas en el
lecho se muestran curvilíneas, pulposas, femeninas. Me atraen esas arrugas en la
cara, el lascivo sobrepeso, alguna cicatriz en el vientre, y las estrías que
les han dejado los buenos años, porque les otorgan una exquisita, transparente,
y libidinosa belleza. Me gustan las maduras bien maduras porque en ellas ya ha decantado
la miel de la evasiva feminidad que se acumuló durante sus tantas ociosas y vanas
primaveras.
jueves, 1 de mayo de 2014
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