(Selfie)
La pálida paloma reflejada en el
libidinoso azogue de espejo, asomada en su nido de telas negras y metálicos botones
que remiten al dorado y blanco metal de los dos anillos, el oro del corazón
refulgiendo sobre la suave lisura del escote espejea los ardores del incesante
soñador, la largas y cuidadas uñas como rojos granates y la central constelada
por infinitas estrellitas fulgurantes, la cascada del negro pelo esperando la
caricia de dedos enredados en su perfumada esencia, el rictus serio de la boca
delatando un pudor ancestral que se ensimisma en sublime timidez, las manos
mostrando e incitando, capturando la imagen, ocultando los ojos y dejando a la
vista la frente amplia y tersa de quien nada teme porque la aman y desean. La
paloma otra, la oculta bajo un racimo de albas florcitas, una tarjeta con
ajenos códigos formales y la identificación con el mismo rostro que concita los
besos. La paloma quieta en su erótica exuberancia, de fondo los leves ocres de
un otoño plano, y lejano, el canto vertical del cristal, el pezón incitante en
su leve rosado carnal incitando succiones y lamidos paladeando su íntimo sabor
maternal. La paloma suspendida en su tierno vuelo edípico, en su onírico
imposible, en la certeza de unos ojos de potro en celo que la observarán hasta
el vicio y el detalle en su convexidad voluptuosa que luce orgullosa desde los
confines de deseo, en la sublime redondez, la curvatura perfecta, en la comba
mórbida, en su dualidad sexual de antiguas desviaciones y renovadas lujurias.
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