Per grazia di Firenze
La mano suave en la majestuosa
penumbra, el metal de los anillos marcando a fuego lento la delicada piel del
prepucio, las pedrerías refulgiendo en las pocas luces que entran por los
intersticios de los adobes y las hendijas de la vetusta madera, la opacidad
amarilla de la luz de la mañana en la ventana encortinada. La femenina mano que
manipula, masajea, masturba, menea, aprieta y excita, tierna e inquietante, sin
preludios ni protocolos, incluida en un silencio primigenio, lejos de arrullos
mentidos o caricias falsas, solo la mano ahí rompiendo el celibato, reemplazando
nupcias e infidelidades, con la ternura primitiva de la grata tolerancia
voluntaria, sin remilgos beatos ni torpes censuras. La mano tibia lenta tierna opresiva
que rodea ciñe estrecha estimula el miembro sensible jugando un fálico juego de
deliciosos vaivenes, que repite el rito el vicio el ritmo de púberes placeres
iniciales, de antiguas y asiduas lascivias solitarias. La mano virginal que no
consuma pero abre los diques del desborde de la densidad seminal derramada en
otra mano confabulada, el estertor de la eyaculación, el goce vertiéndose
vertiginoso. Los breves espasmos, los mudos quejidos, las palabras
entrecortadas en vehementes monosílabos. Después la sonrisa venerable, la complicidad
y la discreción, la misteriosa e ilícita amistad confabulada que florece desde
la lechosa semilla. Se sabe que Se va la
mano que te induce. Se va o perece (i), pero hay una mano, suave en la ardiente
penumbra, que perdurará incrustada en los cristales eternos de la agradecida memoria.
Esa mano.
(i) Mariposa de otoño, Pablo
Neruda
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