Sotto l'incantesimo di Firenze
Su mano suave en la penumbra, los
anillos refulgiendo en la poca luz que penetra por las grietas de los adobes y
las rendijas de las antiguas maderas, el íntimo ámbito amarillo que define la
luz de la mañana a través de la difusa cortina. La mano mujer que manipula,
masajea, masturba, menea, aprieta y excita, tierna e inquietante, el miembro
erecto que se deja manipular, masajear, masturbar, menear, apretar y excitar, duro
y erguido. El ritual masturbatorio se va dando en una tímida calma que busca el
relajo gozador, la quieta circunstancia sexual, mínima, suficiente para
deshacer los nudos del celibato obligado. Ella hierática e inconmovible, con la
serenidad que dan los años de vivir bajo acechos y seducciones fluye tranquila
disfrutando esa extraña circunstancia distinta a todas las vividas, se deja
desear así de lejos, como si fuera transparente o ausente. Un oleaje lento y
denso mece el suceder y lo lleva por inesperados derroteros, mi mano vuela por
las tibias sombras sobre uno de sus senos, lo atrapa, lo palpa, lo aprieta con
deseo reprimido, es mullido, maduro, de una blandura incitante, no hay escote
ni sostén, amaso sibarita ese pecho mórbido, fláccido, pero real en el juego del
fuego de la lujuria, la palma de mi mano siente la punzada provocante de su
apacible pezón escondido bajo tela azul oscura, siente con deliciosa nitidez esa
breve protuberancia carnal como el centro eje de mis deseos, luego los dedos van
tocando en detalle lento el pezón, lo rozan, lo tocan, lo reconocen en su
párvula revelación, apretándolo suavemente en su turgencia erótica, pellizcando
juguetones su pequeña consistencia edípica, gozando la sensación hasta la
última gota de placer, porque mi otra mano en tanto sigue engolosinada en mi
verga masturbándola mientras mi ojos están clavados en el botón que sobresale
inhiesto sobre la suave comba del pecho oculto bajo la tela azul oscura, y
donde mis dedos siguen enviciados camino a la eyaculación.
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