A media mañana recién levantada,
su desvergonzada risotada vaga por lo eucaliptus y los laureles espantando los
pájaros y despertando los caracoles en sus guaridas subterráneas, es una
carcajada perturbadora, de mujer montuna, como si poseyera los caldos quemantes
del sexo primitivo, de esa sexualidad viva y soez que se condensa en los
oscuros túneles de los instintos impuros, y que decanta con los años en la
fétida cloaca de las innombrables perversiones y las obsesiones que detentan
las últimas delicias terrenales. El destino, fervoroso cómplice de tortuosas
provocaciones, generó la momentánea convergencia, el llamado, el saludo, la
breve charla insustancial. Ahí frente a frente me preguntaba sonriendo
amablemente como será esa piel tan blanca recostada desnuda sobre la cama mientras
miraba con inconsciente desparpajo las marcadas protuberancias de sendos
pezones en el delgado tejido del pijama azul, o gris claro con tinte índigo, (en
estos casos la memoria siempre está sujeta a los devaneos de la voraz atención,
más intensa y pervertida), los pechos grandes, ya algo caídos, en plena madurez
de hembra ya florecida, dulces frutas del soleado estío del otro lado del muro.
Un pantaloncillo claro con pequeñas florcitas de borrosos colores flameaban en
sus anchas caderas. Ahí estaba la gordita sonriente, maciza, ampulosa, de rostro
ancho, desgreñada, con rizos desordenados de clara miel sedosa, con esa risa
fácil y sugerente de los que viven en el aquí y el ahora, sin ni siquiera
intuir o imaginar mis deseos de macho niño edípico en la grata doble vecindad
del bosque y del castillo, del bosque de los encantos y los embrujos, del
castillo del lar de los rosales, sonreía sin coqueteos ni exhibicionismos, tan
cercana que era pecado mirarla con esos ojos depravados de fauno cautivo.
domingo, 28 de diciembre de 2014
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