“…, porque eso era lo que me sucedía con
ella. Volvía a nacer cada vez que me dejaba incrustarme en sus senos de sirena
asesina como una sanguijuela y succionarla hasta que mi alma estaba satisfecha.”.
Senos de sirena. Asaph ‘In
Sadness We Trust’, 2015.
Los acariciaría con las desoladas ternuras
acumuladas durante los inviernos de su búsqueda, los encoparia como palomas
huidizas, abarcándolos con mis manos encendidas por una lejana lujuria que se
inició en un antiguo jardín donde ya los presentía. Los amasaría devorándolos
como los calientes panes del deseo, los besaría con la reverencia inusitada de
un naufrago hambriento y los succionaría sediento hasta morirme de plenitud
saciada en sus goces ampulosos. Jugaría con ellos como un niño bueno y como un
niño malo, como un tierno macho enamorado y como un salvaje macho enardecido
por edípicos y oscuros deseos incestuosos. Lamería sin piedad sus tibias
blanduras, sus prominentes y excelsas redondeces, su mórbida exuberancia cimbreante,
sus curvos y tersos volúmenes. Mamaría insaciable sus erectos botones con afán desesperado
de niño extraviado, dormiría en una sola noche todas las noches venideras
escuchando incrustado entre ellos sus latidos subterráneos y la lluvia allá
lejos en el techo de zinc. Habitaría sus alturas de dunas intangibles, de
bastas colinas turgentes, de acogedores templos donde postrarse surcando el
perfumado valle que los separa como un abismo donde se precipitan felices al
vacío final los vencidos inmortales. Cercaría esas cumbres con mis labios
embebidos, con mis manos ávidas de una doble cacería, con mis mejillas adormecidas
por el roce túrgido de esa pálida piel siempre escondida. Subiría por esas
sensuales elevaciones, sumiso y extasiado, como un lento caracol ensimismado,
como un insecto paradóxico que sabe de rosas y de atardeceres, como un gusano
ebrio del dulce vino escanciado en las combas suavidades de las copas de la
vendimia y de los maduros frutos del estío.
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