martes, 16 de septiembre de 2014

EDIPICOS OLEAJES DEL AMARILLO


Fue en una dulce fractura de la mañana que se vislumbraron los lunares claritos como té con leche desparramados como aleatorias galaxias y soles y lunas inquietantes en la deliciosa palidez de sus muslos acariciados con viciosa impudicia por los atardeceres del invierno. Aparecieron de pronto, despertando los oscuros deseos machos de fundirme penetrante y lascivo en su cuerpo de quieta y hierática esfinge en una orgía de manos y bocas y benicianos zumbidos, atrapados en la misma sexualidad desenfrenada de ese último día donde se surcaron con lingüísticos afanes las sensibles flores prohibidas. Venían como las desperdigadas conchitas que deja en las claras arenas de una tersa y tibia playa un esponjoso oleaje amarillo claro, suave y absorbente. Y vino una y otra vez esa ola lujuriosa navegando dos veces sobre los muslos deseados, coqueta y veleidosa no queriendo mostrar las finas algas ralas del pubis oceánico ni la sabrosa hendidura húmeda olorosa caliente de la vulva lamida y dedeada con viciosa impudicia por los atardeceres del invierno. Y se vino otra vez dos veces la amarilla marea, ahora bajando por los pechos negados, y en su mullida bajamar dejó a la luz en inesperado goce voyerista el pezón instantáneo, capullo de protuberante tenue rosado carnal rodeado de su pequeña aureola, impúdico y sagrado, pocas veces mamado por la voraz boca edípica del macho niño sediento. Y los ojos pervertidos de vertieron en ese botoncito tiernucho, en su rugosidad sensual, en su visión misteriosa, en su breve erección erótica, en su deleite prometido y casi escondido en el cálido amarillo de cáscara del limón maduro, de flor del diente de león, de pepita de oro, y sobretodo, del matiz de la paja solitaria.


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