Fue en una dulce fractura de la mañana que se
vislumbraron los lunares claritos como té con leche desparramados como
aleatorias galaxias y soles y lunas inquietantes en la deliciosa palidez de sus
muslos acariciados con viciosa impudicia por los atardeceres del invierno.
Aparecieron de pronto, despertando los oscuros deseos machos de fundirme
penetrante y lascivo en su cuerpo de quieta y hierática esfinge en una orgía de
manos y bocas y benicianos zumbidos, atrapados en la misma sexualidad
desenfrenada de ese último día donde se surcaron con lingüísticos afanes las
sensibles flores prohibidas. Venían como las desperdigadas conchitas que deja
en las claras arenas de una tersa y tibia playa un esponjoso oleaje amarillo
claro, suave y absorbente. Y vino una y otra vez esa ola lujuriosa navegando
dos veces sobre los muslos deseados, coqueta y veleidosa no queriendo mostrar
las finas algas ralas del pubis oceánico ni la sabrosa hendidura húmeda olorosa
caliente de la vulva lamida y dedeada con viciosa impudicia por los atardeceres
del invierno. Y se vino otra vez dos veces la amarilla marea, ahora bajando por
los pechos negados, y en su mullida bajamar dejó a la luz en inesperado goce
voyerista el pezón instantáneo, capullo de protuberante tenue rosado carnal
rodeado de su pequeña aureola, impúdico y sagrado, pocas veces mamado por la
voraz boca edípica del macho niño sediento. Y los ojos pervertidos de vertieron
en ese botoncito tiernucho, en su rugosidad sensual, en su visión misteriosa,
en su breve erección erótica, en su deleite prometido y casi escondido en el
cálido amarillo de cáscara del limón maduro, de flor del diente de león, de
pepita de oro, y sobretodo, del matiz de la paja solitaria.
martes, 16 de septiembre de 2014
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