Me rompes el lluvioso mediodía con tus ricas
piernas desnudas, muy juntas, apretadas, definiendo la traza que oculta la
lisura pecadora del interior de tus muslos, y esa bota negra, puntiaguda, emblema
de incitantes masoquismos, y el pequeño mullido blando triángulo blanco que
promete futuros esplendores sexuales. Me excitas calientas erectas, así rica
desde el bautismo, desprejuiciada e impúdica, desatada, dueña de todos los
lúbricos reinos de las caricias y los quejidos de los atardeceres felinos. Las
piernas cruzadas, la suave y pálida pantorrilla, las manchitas deseosas de
labios que las besen y una lengua que las ensalive. Grandes flores blancas
sobre coquetos tules negros. La rodilla tierna y un fragmento de pierna en su
palidez extasiante. Subiría mi mano bajo esa sedosa y blanquinegra tentación suavecito,
subiría y subiría hasta el vértice vórtice húmedo y caliente, y allí dejaría mi
dedo liberado a su lujuria, anegándose, ardiendo, hirviendo en el fuego lento
de tu vulva, incinerándose en el incendio de las mariposas en peligro, en la
hoguera surco medusa, sin calma ni sosiego, inicial en la prosa sin verso que
desea derramarse densa y lechosa, lenta, sobre ti. Está lloviendo, y vas saliendo
a comer mariscos con paraguas negro y pañuelo rosa fuerte, la chaqueta de cuero
negro, caminas por la fina lluvia y yo dándote besitos en los muslos para el
frío; ¡Te reís!... Pero sólo vos me ves (i),
y me besas por ahí y siento tus labios, ahí, en ese tapado que es transferencia,
cuando ya se nos viene la tarde distantes y yo me pregunto extrañado que hago
con el abrelatas en la mano.
(i) “Balada para un loco”. Tango, con la música
de Astor Piazzolla y la letra de Horacio Ferrer, 1969.
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