Apareció el rostro de misteriosa sonrisa
leve, el escote cuadrado, la piel restringida a ese rectángulo pudoroso
sumergido en poca luz pero visible en sus rasgos de una dulzura evanescente, en
una quietud de esfinge, de estatua solitaria en las lejanías del castillo. Entonces
sobrevino el rostro en plena penumbra contrastado con la inclinada luminosidad
de la ventana contenida por el blanco tul del visillo. Y otra más, recostada,
inclinada, la plácida actitud de la cara casi sonriente, los antebrazos en una
corta desnudez sitiada reflectando el aura de luz como una visión sagrada. La
florcitas rojas del mismo granate las hojas grises, el blanco mullido, la
ventana reflejada en el rincón sobre la madera, la larga pierna izquierda sobre
la derecha de la que solo se ve la uñita roja como un farol pecaminoso, allá
lejos por los callejones de la lujuria. La dos piernas paralelas pálidas
generando el valle y el cauce apretado de las piernas muy juntas que lleva al
surco húmedo y caliente de la vulva que no se ve pero se intuye, las rollizas rodillas
con sus pliegues tiernos e impúdicos, las manchitas, los rojos granates de las
uñas de los dedos mayores en lontananza confundidos con los rojos desperdigados
del edredón, la ventana reflejada en el oscuro espejo convexo de negro marco. El
muslo irrumpe en su close up imponente con sus once pecas incitando al beso al
lamido al roce fálico o la caricia manual, un telón de desvaído azul paquete de
velas, con cuadritos blancos y anaranjados cierra la visión de más arriba,
negando los paisajes donde deambuló mi lengua en los éxtasis de las escasas
cópulas y las abundantes masturbaciones.
lunes, 1 de septiembre de 2014
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