En el principio de todos los principios era el
verbo, solo el verbo concebido en la absoluta cercanía inicial, y después fue la
grieta que daba al íntimo territorio prohibido, la hendija por donde supuró el
pecado los líquidos del vicio que iba a anegar los años, las oscuras pasiones
pervertidas, el eterno infierno del deseo imposible de consumar. Y se quedó
cristalizado buscando esa imagen por todos los rumbos y los cuerpos posibles,
bordeando los acantilados del origen, extraviado en los desfiladeros de los
enigmas y los tabúes, cegado por el castigo de un ansioso rodar tantálico, de
una vagancia infinita donde aquello que se busca se escurre y escapa
continuamente. Hubo mórbidas blanduras, oscuros pezones de grandes areolas,
canalillos que caían hacía los más obscenos abismos, maduros cuerpos
semidesnudos, escondidos o impúdicos voyerismos, y él ahí, ciego concupiscente
embriagado por el agridulce licor de un instinto derrumbado, sin la secuencia
del ojo persiguiendo la carnal ternura perdida, siempre bajo el agobio de las
pecaminosas sombras en un desierto carcomido por una memoria destrozada, por un
visión repetida en todos los espejos venideros, sin rostro, para que el pecado
no se consume en las últimas cloacas del desespero, y un latido anterior a la
conciencia lo sumerge en el absurdo sinsentido de mendigar lo que no existe. Hay
venenosas serpientes y tenebrosas medusas, hay aguas amnióticas y un vacío sin
fondo como de pretérita ciénaga ausente, un olor a maderas antiguas y a lluvia estilando
de un ciruelo, un púrpura de dalia y una ausencia eterna.
jueves, 19 de marzo de 2015
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