(Segunda constancia)
“Todavía me pregunto cómo no pude hallar las palabras claves para
rozar… para rozar todo aquello que te provoca, para tocar todo aquello que te
excita”. Lucideces.
Rayas de colores, anaranjadas,
celestes de cielos, verdes y grises y sombras, negro difuso el muro
infranqueable que oculta la tibia comba de tu pubis y la olorosa persistencia
de tu vulva húmeda en mi memoria, en los sabores recobrados, la lúbrica extensión
de tus piernas cruzadas sobre el lecho, la ingenua y tierna perversidad de tus muslos,
y de ahí el salto al abismo de tu rodilla, a tu pie y sus granates. Vago erecto
por la mórbida invocación de tus piernas y muslos, por su convergencia en la
vúlvica comarca, por las suaves curvas que lo dibujan en el grato sosiego de
paloma dormida, las manchitas quietas, un perfume de hembra que se sabe
expuesta a la lujuriosa mirada, provocativa en sus íntimas fantasías, limitada
en sus propias negaciones, marcas cicatrices tatuajes de un pasado oscuro como
túnel, rastros de otras manos ardiendo en esa misma piel desvergonzada y
descarada, borradas a lamidos y manoseos para dejarte limpia, pura, casi virgen
para así abusarte bajo el delirio de un sexo desenfrenado, penetrarte lento
entre procaces susurros, morderte hasta el gritito hundido en la almohada, la
lengua invadiendo tu flor abierta con descaro, el dedo hurgando delicado la
otra flor en tu sur temeroso, insertarte con la profana vehemencia del potro
invadido por tu aroma de yegua en celo. Dejarte tendida acesando laxa cansada y
saciada, envuelta en los sudores de la cópula buscando una salida a los últimos
estertores del orgasmo, la boca reseca, los puños apretados y los ojos cerrados,
estilando la lechosa miel de mi verga.
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